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miércoles, 15 de enero de 2014

Ensayo sobre un perdedor (o palinodia del que nunca dijo nada).


Este es un ensayo sobre un perdedor. No hay misterios, no hay historia, no hay desarrollo ni desenlace, porque los perdedores no tienen historia. El título en sí mismo es ya sintomático: un perdedor queriendo llamar la atención con su miseria emocional desnuda y clamante, escandalosa y amarillista. Busca ser compadecido, pero sin hipocresía, porque ha probado el amargo sabor de la misericordia, que esconde la superioridad ajena. El perdedor no se conmueve de los demás, no compra empatía empaquetada en concursos fotográficos y películas clasificación C, porque conoce la tristeza. El perdedor es un observador frustrado, un ser pasivo. Inconciente de su estado, adjudica a la trama del mundo su infeliz suerte. Las menos de las veces, atiende a que él mismo - tal vez - es causa de su propio mal. Y es doblemente desdichado.
Al perdedor le gusta caminar de espaldas, porque sólo así ve todos los caminos que no tomó, por eso camina lento, tan lento que parece que no avanza. A veces intenta volverse bruscamente, pero cae de narices en el suelo y, adolorido, retoma su parsimonioso paso ciego.
El perdedor no intenta más de dos veces la misma cosa, porque su inducción es apresurada y sabe que es mejor no retar el incomprensible celo del universo de hacer las cosas parecidas. Se rinde fácilmente pues contraviene a su naturaleza no hacerlo. El denuedo y el brío le fueron arrebatados al nacer.
El perdedor ama secretamente. Sabe que su amor es tan grande, que, de dejarlo salir, haría explotar el mundo. Lo dosifica y lo da en pequeñas porciones, tan pequeñas que los demás lo creen mezquino. Pero no hay nada más falso que eso. Él cuenta las tintineantes monedas de su amor y teme que si abre la compuerta de su bóveda, se le escape todo, sin posibilidad de detenerlo o recuperarlo.
Es anónimo. El perdedor borró su propio nombre. Se le olvida que los perdedores no necesitan máscara, pero se empeña en labrar, entre sombras, informes copias de sus interlocutores. Impone la discreta rutina de la variación y el infinito hábito de esperar lo que ya pasó.
El perdedor cumple su preciso papel: dejándose perder, compensa en la balanza del tiempo el enorme esfuerzo de los genios. El perdedor es la infinita raíz de una inmarcesible rosa. No contento con eso, se afana por reproducir su estirpe en invariables ladrillos que sostengan a un sólo hombre.  Al final, secretamente, entiende que el entramado de la existencia es algo demasiado complejo para el alma de un hombre y se deja morir en línea recta.