Discúlpeseme la asistematicidad de estas reflexiones sobre la vida activa y la inactiva.
I
Vicente Blasco Ibañez, un hombre de un pundonoroso vigor (político,
presidiario, indigente, millonario, fundador de pueblos y, entre todos
esos oficios, novelista), dice en una carta, al referirse con un poco de
sorna a los literatos empedernidos, lo siguiente: "yo soy un hombre que
vive, y además, cuando le queda tiempo para ello, escribe".
Identificar la vida, el concepto de vida por antonomasia, con el de la
vida activa es esencialmente un error. Esto es lo que intentaré
demostrar.
Como es bien claro, la palabra
vida en la
cita de Blasco conlleva una carga valorativa con la que comulga la
mayoría de la gente. Se cree que la verdadera vida, la auténtica, es
aquella que se vive en constante actividad: viajando, gestando
proyectos, inventando.
El origen de este valor, en el plano
subjetivo (no intentaré hacer un desarrollo histórico pues sobrepasa mis
capacidades) según alcanzo a ver, tiene dos fuentes. La primera es que
el que la afirma, como en nuestro ejemplo, sea de ese tipo de personas y
justifique su vida identificando la vida misma con el estilo de la
suya. La segunda, que el que lo afirma tenga deseo de ejercer una vida
así.
La mayoría de la gente cae en la segunda categoría. La
razón es simple: no todos tienen el temperamento o los recursos para ser
aventureros. ¿Por qué entonces están convencidos de que la vida activa
es lo más deseable, esto es, lo más valioso? Me aventuro a decir que es
porque el aventurero es efigie de felicidad y plenitud.
Se
cree que la multitud de experiencias, en un sentido lato, enriquece
automáticamente al individuo. Alguien que haya viajado mucho o asistido a
muchos talleres es mejor persona, más interesante o plena (sea lo que
sea que esto signifique). Lo anterior es falso. Cuando el suelo en donde
cae la semilla es infértil por disposición será vano el fruto. Pero, si
es fértil, cualquier simiente que caiga se verá ferazmente
multiplicada. Así, tenemos un Immanuel Kant, que nunca salió de su
pueblo. No soy tan reacio para decir que la diversidad de vivencias no
enriquezcan al individuo, sino que ataco la concepción necesaria de esta
idea. Quiero decir que un largo historial que experiencias no es
equivalente, por implicación, a una vida con más valor.
¿Qué
nos da derecho para considerar un estilo de vida intrínsecamente más
valioso que otro? Desde una ética pragmática o consecuencialista (una
que dice que lo importante son las consecuencias de los actos, sin
importar la intención, procurando el mayor bien para la mayor cantidad
de personas), evidentemente tiene más valor la vida del activo en
comparación con la del inactivo. Yo no quiero sostener una ética de ese
tipo, ya que mi sentimiento me decanta por propugnar la dignidad de la
vida por sí misma. Mi postura no es como la de Spencer, esto es, un
evolucionismo cuyo basamento axiomático ( de valor) radica en la vida
como fenómeno físico. No me interesa la vida como fenómeno físico, sino
como fenómeno moral. Y sólo el ser humano, hasta donde sabemos, es
sujeto de moralidad.
La elección o deseo de un modo de vida
descansa en ciertos parámetros personales y sociales. Si por ejemplo,
estoy compenetrado con la idea de que una vida aventurera me dará
felicidad y soy básicamente infeliz, mi deseo tenderá a entronar este
ideal e identificarlo con la idea de la
vida; todo lo demás que
no cumpla con las características preseñaladas no será vida, sino un
remedo de ella. Como ya se vislumbra, la idea de que la vida activa es
la vida por excelencia carece de fundamento. Son los prejuicios y deseos
colectivos los que le dan vigencia. Cualquier vida humana (dentro de la
ética que sostengo) tiene dignidad por sí misma; su valor no es
conmutable o equivalente a sus acciones cuantitativamente consideradas,
sino a sus intenciones y en último término a la felicidad obtenida de los
actos, basados en convicciones reflexionadas y no solamente socialmente
impuestas. En estos términos, la vida contemplativa o el sedentarismo no
va en zaga a la de talante aventurero.
II
Ahora viene la parte encomiástica. ¿Por qué el sedentarismo conviene a
algunos espíritus faltos de explosividad y de recursos económicos? ¿Y
quién mejor que un sedentario avesado para defender esta postura? La
inactividad tiene sus ventajas. La autarquía (capacidad para gobernarse a
uno mismo), tan ponderada por los estoicos, desempeña un papel
insustituible. La vida activa siempre conlleva un salirse de sí mismo.
La mitad del éxito de las empresas propuestas, por tanto, se deberá al azar y no
sólo al sujeto actuante; en cambio, si se es sedentario, la mayoría de
los proyectos dependerán de uno mismo, pues de hecho no hay muchos qué
realizar. El autogobierno traerá a la postre una impertérrita
tranquilidad. Veamos por qué. La tristeza parece provenir, la mayoría de
los casos y cuando no es patológica, de los deseos incumplidos. El
sedentario, si ha elegido su modo de vida reflexivamente, verá que
obliterando los deseos, que en muchos casos provienen de presiones
sociales (como se dijo en el punto anterior) logrará desembarazarse de
angustias.
La vida inactiva, asimismo, está más cercana a la
contemplación, último grado de conocimiento postulado por Aristóteles, y
también al éxtasis de los místicos medievales. Podemos decir que
comulga con ideales de diferentes credos religiosos, aunque si nos
adentramos un poco, esto sería inexacto, por ejemplo,
interpretaciones del cristianismo recomiendan la vida comunitaria y
dinámica en contraposición con la anodina vida del asceta. Dejando de
lado esto, hay que aclarar un punto: el sedentarismo no es equivalente
al egoísmo y a la desatención por el prójimo. Uno puede estar pletórico
de amor y aún así ser inactivo. Cómo es esto posible, es material para
otro ensayo, pues habría que analizar qué significa amar y las prácticas
para la exteriorización del amor. Sólo baste decir que el compromiso
con la humanidad no se ve menoscabado por llevar una postura sedentaria.
Cerremos el texto con unos de los más famosos versos de Fray Luís de León:
Vivir quiero conmigo
gozar quiero del bien que debo al cielo
a solas sin testigo,
libre de amor, de celo
de odio, de esperanza, de recelo.