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domingo, 20 de abril de 2014

Objeción al concepto de "vivir verdaderamente" o Elogio del sedentarismo


Discúlpeseme la asistematicidad de estas reflexiones sobre la vida activa y la inactiva.


I

    Vicente Blasco Ibañez, un hombre de un pundonoroso vigor (político, presidiario, indigente, millonario, fundador de pueblos y, entre todos esos oficios, novelista), dice en una carta, al referirse con un poco de sorna a los literatos empedernidos, lo siguiente: "yo soy un hombre que vive, y además, cuando le queda tiempo para ello, escribe". Identificar la vida, el concepto de vida por antonomasia, con el de la vida activa es esencialmente un error. Esto es lo que intentaré demostrar.
    Como es bien claro, la palabra vida en la cita de Blasco conlleva una carga valorativa con la que comulga la mayoría de la gente. Se cree que la verdadera vida, la auténtica, es aquella que se vive en constante actividad: viajando, gestando proyectos, inventando.
    El origen de este valor, en el plano subjetivo (no intentaré hacer un desarrollo histórico pues sobrepasa mis capacidades) según alcanzo a ver, tiene dos fuentes. La primera es que el que la afirma, como en nuestro ejemplo, sea de ese tipo de personas y justifique su vida identificando la vida misma con el estilo de la suya. La segunda, que el que lo afirma tenga deseo de ejercer una vida así.
    La mayoría de la gente cae en la segunda categoría. La razón es simple: no todos tienen el temperamento o los recursos para ser aventureros. ¿Por qué entonces están convencidos de que la vida activa es lo más deseable, esto es, lo más valioso? Me aventuro a decir que es porque el aventurero es efigie de felicidad y plenitud.
    Se cree que la multitud de experiencias, en un sentido lato, enriquece automáticamente al individuo. Alguien que haya viajado mucho o asistido a muchos talleres es mejor persona, más interesante o plena (sea lo que sea que esto signifique). Lo anterior es falso. Cuando el suelo en donde cae la semilla es infértil por disposición será vano el fruto. Pero, si es fértil, cualquier simiente que caiga se verá ferazmente multiplicada. Así, tenemos un Immanuel Kant, que nunca salió de su pueblo. No soy tan reacio para decir que la diversidad de vivencias no enriquezcan al individuo, sino que ataco la concepción necesaria de esta idea. Quiero decir que un largo historial que experiencias no es equivalente, por implicación, a una vida con más valor.
    ¿Qué nos da derecho para considerar un estilo de vida intrínsecamente más valioso que otro? Desde una ética pragmática o consecuencialista (una que dice que lo importante son las consecuencias de los actos, sin importar la intención, procurando el mayor bien para la mayor cantidad de personas), evidentemente tiene más valor la vida del activo en comparación con la del inactivo. Yo no quiero sostener una ética de ese tipo, ya que mi sentimiento me decanta por propugnar la dignidad de la vida por sí misma. Mi postura no es como la de Spencer, esto es, un evolucionismo cuyo basamento axiomático ( de valor) radica en la vida como fenómeno físico. No me interesa la vida como fenómeno físico, sino como fenómeno moral. Y sólo el ser humano, hasta donde sabemos, es sujeto de moralidad.
    La elección o deseo de un modo de vida descansa en ciertos parámetros personales y sociales. Si por ejemplo, estoy compenetrado con la idea de que una vida aventurera me dará felicidad y soy básicamente infeliz, mi deseo tenderá a entronar este ideal e identificarlo con la idea de la vida; todo lo demás que no cumpla con las características preseñaladas no será vida, sino un remedo de ella. Como ya se vislumbra, la idea de que la vida activa es la vida por excelencia carece de fundamento. Son los prejuicios y deseos colectivos los que le dan vigencia. Cualquier vida humana (dentro de la ética que sostengo) tiene dignidad por sí misma; su valor no es conmutable o equivalente a sus acciones cuantitativamente consideradas, sino a sus intenciones y en último término a la felicidad obtenida de los actos, basados en convicciones reflexionadas y no solamente socialmente impuestas. En estos términos, la vida contemplativa o el sedentarismo no va en zaga a la de talante aventurero.
   
    II

    Ahora viene la parte encomiástica. ¿Por qué el sedentarismo conviene a algunos espíritus faltos de explosividad y de recursos económicos? ¿Y quién mejor que un sedentario avesado para defender esta postura? La inactividad tiene sus ventajas. La autarquía (capacidad para gobernarse a uno mismo), tan ponderada por los estoicos, desempeña un papel insustituible. La vida activa siempre conlleva un salirse de sí mismo. La mitad del éxito de las empresas propuestas, por tanto, se deberá al azar y no sólo al sujeto actuante; en cambio, si se es sedentario, la mayoría de los proyectos dependerán de uno mismo, pues de hecho no hay muchos qué realizar. El autogobierno traerá a la postre una impertérrita tranquilidad. Veamos por qué. La tristeza parece provenir, la mayoría de los casos y cuando no es patológica, de los deseos incumplidos. El sedentario, si ha elegido su modo de vida reflexivamente, verá que obliterando los deseos, que en muchos casos provienen de presiones sociales (como se dijo en el punto anterior) logrará desembarazarse de angustias.
    La vida inactiva, asimismo, está más cercana a la contemplación, último grado de conocimiento postulado por Aristóteles, y también al éxtasis de los místicos medievales. Podemos decir que comulga con ideales de diferentes credos religiosos, aunque si nos adentramos un poco, esto sería inexacto, por ejemplo, interpretaciones del cristianismo recomiendan la vida comunitaria y dinámica en contraposición con la anodina vida del asceta. Dejando de lado esto, hay que aclarar un punto: el sedentarismo no es equivalente al egoísmo y a la desatención por el prójimo. Uno puede estar pletórico de amor y aún así ser inactivo. Cómo es esto posible, es material para otro ensayo, pues habría que analizar qué significa amar y las prácticas para la exteriorización del amor. Sólo baste decir que el compromiso con la humanidad no se ve menoscabado por llevar una postura sedentaria.
    Cerremos el texto con unos de los más famosos versos de Fray Luís de León:
   
    Vivir quiero conmigo
    gozar quiero del bien que debo al cielo
    a solas sin testigo,
    libre de amor, de celo
    de odio, de esperanza, de recelo.