Entre mis amigos, cuento varios que calificaría
de raros, y entre ellos, hay también quienes me darían el mismo epíteto. Sin
embargo, nadie es absolutamente raro. Decir que alguien es raro es aplicar una
sinécdoque, esto es, predicar del todo (la persona), lo que sólo le corresponde
a una parte (una acción, un gesto, un gusto). Hay, pues, actitudes o acciones
raras, pero no personas raras per se. Podría decirse que alguien
totalmente impredecible es, como persona en su totalidad, rara, pero me parece
que alguien así superaría el umbral del concepto. Un individuo cuyas acciones
nunca pudiéramos adivinar resultaría amenazante y lo calificaríamos, más bien,
de anómalo o loco. La rareza, en cambio, es algo que se equilibra, sin terminar
nunca de caer, en la punta de un alfiler. Lo raro no puede ser cósmicamente
destructivo, iconoclasta o absurdo. No existe lo sublime raro. Es algo más
humilde, que se esconde en las jerarquías y las normas y que saluda inopinadamente
en las esquinas de la experiencia. A veces es bello. Pero todavía nos queda la
pregunta de qué queremos decir cuando expresamos que alguien es raro. La única manera
que se me ocurre para esclarecer lo anterior es por la vía autobiográfica, y ahí
vamos.
No
me gusta el aguacate, la jícama, los dulces picantes, la cerveza, los cigarros
ni otras sustancias narcóticas o estimulantes; tampoco la música estridente,
las luces de neón o los olores fuertes; menos aún los corridos, los pantalones
ajustados o los lugares extremadamente soleados, calurosos o caóticos. En
contextos, como los son algunos que frecuento, donde todas estas preferencias
son moneda corriente, y cuyas actividades sociales están organizadas en torno a
alguno de estos gustos, yo soy raro. Pero si en mi comunidad fuera lo normal
que la gente no comiera aguacate, etc. etc., entonces sería normal. Asimismo,
yo, que estudio filosofía, soy raro si estoy entre personas para quienes las
humanidades son una especie en peligro en extinción; pero soy normal entre escritores,
libreros, artistas, etc. Soy raro si me gustan los espacios especialmente
limpios, mientras que la mayoría de las personas se siente cómoda trabajando
entre migas. O si me gusta raparme, mientras que la industria de los champús
crece cada año. Pero soy bastante normal si suelo comer fritangas en la calle
sin enfermarme del estómago. Y soy raro si tengo un hermano gemelo en la Ciudad
de México, pero no lo sería si viviera en Cândido Godói, Tierra de Gemelos.
Con
lo anterior se ve cómo ser raro implica un marco de referencia que llamamos normalidad,
es decir, no se puede ser raro en el vacío. A esto podríamos agregar que la
desviación es de grado y no de naturaleza. La normalidad es un ideal regulativo
del que todos nos alejamos más o menos, y según los criterios con que se evalúe
este alejamiento es que juzgamos a alguien de peculiar. Por ejemplo, si el
criterio es “A todos les gusta ir a la playa” y yo la aborrezco de tal modo que
rechazaría una invitación a cambio de otro tipo de salida, entonces soy raro. Aquí
el criterio relevante no sólo es el gusto o no por la playa, sino las acciones
que tomo al respecto. Si aceptara la invitación, incluso sin que me
entusiasmara, tal vez no sería tildado de raro. Habrá otros criterios que sólo evalúen
el gusto sin más, o la acción. De cualquier modo, uno puede ser bastante normal
en ciertas dimensione y raro en otras, y dentro de estás puede serlo poco o mucho.
La
mayoría de las personas que se han asumido en alguna dimensión de su vida como
raras, suelen sentirse orgullosas de sus peculiaridades. Esto es curioso,
porque difícilmente uno elige sus rarezas. Al menos yo no he elegido las mías. Incluso,
a veces, se sufre por ellas, subrepticia o abiertamente, y se preferiría no
tenerlas. Por ello es totalmente comprensible que uno busque revalorizarlas y
darles un cariz positivo, sobre todo porque la desviación del criterio, de la
que hablaba hace un momento, implica, en muchas ocasiones, una valoración
negativa por parte del sujeto perteneciente a la normalidad. El caso aciago
resulta cuando el sujeto asume su rareza como virtud insólita y juzga a las
personas con base en ella. La excepcionalidad del santo también puede tomar
formas demoniacas. En todo caso, y sin querer ser moralizante, diré que, si
bien nuestras rarezas nos hacen coloridos, en lo más íntimo compartimos más de
lo que nos diferencia, o como diría Borges, “nuestras nadas poco difieren”.