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jueves, 14 de marzo de 2019

Notas para una apología de la duda

Me gustan las personas que dudan. Quien nunca ha dudado, ¿cómo puede entender la no-posibilidad? Aquella no-posibilidad que cercena en un relámpago o menoscaba con la morosidad de la arena. La duda nos hace más empáticos, nos pone en el abismo de la incertidumbre, donde indefectiblemente habitamos y habita el otro. Pero no sólo eso. Dudar de uno mismo, de la propia vocación, nos cura del dogmatismo insano de la soberbia y la ignorancia. El desasosiego, casi doloroso, de la auténtica duda nos impulsa hacia adelante. Pero evita el camino intransigente del geométrico ferrocarril, un camino rotundo, un ansia cobarde. La duda, en cambio, tiene su derrotero dibujado en el errabundo aleteo de un colibrí.
Permitirse dudar es el patrimonio del pequeño filósofo agazapado en el corazón. Es una tierra quebrada, pero cuyas grietas esconden subterráneos ríos.
"Reconcomio" es la palabra musical que designa esta agitación moral cuando la duda se filtra. Reconcomio es lo que siente aquel que pensando hacer lo correcto por atávicas costumbres se detiene a cuestionarse; es lo que nace en la piel del saliente bachiller al presentársele la elección de su profesión; es el aguijón socrático.
Escribe Lessing que si Dios le presentara en una mano la Verdad y en la otra  el impulso que mueve a ella, siempre elegiría la segunda. Supongamos que esto sucede. Al recibir este don, Lessing necesariamente habría de dudar del Donador mismo. Pues el Donador es la Verdad. Pero un secreto poder lo atraería a él, como los planteas que caen, tras incontables vueltas, al centro de donde surgieron.
Me gustan las personas que dudan sinceramente, pues el orgullo les es ajeno y se visten con la indumentaria de la honradez.