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viernes, 21 de julio de 2023

La importancia de tener la razón


Nota sobre la composición de este texto: la idea de escribirlo surgió de una plática donde mi amiga Montserrat intentaba recordar el título de alguno de mis ensayos. Entre sus estimaciones, arrojó: "¿no se llama La importancia de tener la razón?" Le dije que no, pero que sería un buen título para un texto. Nos retamos a escribir, cada uno, algo con dicho título, y este es el resultado. He aquí su texto: https://montserratsalazar.com/2023/07/22/la-importancia-de-tener-la-razon/. Y he aquí el mío.

    Empecemos imaginando dos personas que discuten y se disputan la jurisdicción sobre un terreno elusivo: la razón. Este es el fenómeno que ahora abordaremos. ¿Qué es tener la razón? Si me lo preguntan, no lo sé, pero encaremos el tema desde otra óptica...
    En el primero de los “Cuadernos” del Diario Íntimo de Miguel de Unamuno, encontramos escrito: “Hay que buscar la verdad y no la razón de las cosas, y la verdad se busca con la humildad.” Puede o no impactarnos esta frase, podemos estar de acuerdo o no, pero la diferencia que se hace entre “verdad” y “razón” no deja de ser interesante (aunque no intentaré definir estas nociones). Una forma de interpretar este aforismo es la siguiente: hay que buscar lo esencial de las cosas y no sólo sus causas inmediatas, ir a la profundidad y no quedarnos con lo superficial. Esto suena bien, pero en tal caso la humildad no tendría mucho sentido en la frase, porque las causas también pueden buscarse humildemente; es más, a veces la verdad se encuentra superficialmente, y una pretensión excesiva de profundidad sirve sólo para extraviarnos.
    Otra forma de interpretarla es pensando que no sólo debemos querer tener la razón, sino que, si deseamos ser un filósofo, pensador o incluso humano auténtico, debemos buscar la verdad, y ésta sólo se consigue alejándose de la actitud de convencimiento y de mera argumentación vana. Socrático el asunto. El que busca tener razón a toda costa es el malabarista lógico que hace uso de cualquier instrumento para lograr ganar al contrincante; la soberbia le es inherente, pues le complace saberse de algún modo superior, es el clásico sofista como nos lo ha presentado la tradición platónica. En cambio, el buscador de la verdad, a veces incapaz de ponerla en palabras seductoras –si es que la encuentra–, debe contentarse con algo más huidizo: una visión, una contemplación, etc. Anula su individualidad, se humilla para abrirse a una realidad (o idealidad o lo que sea) más amplia.
    Si bien lo anterior no deja de tener su encanto, y hasta podríamos decir que es cierto, en nuestra época, un mandato como el de Unamuno puede tener un sabor trasnochado. Nos asaltan las siguientes interrogantes: ¿Qué criterios tenemos para decir que alguien realmente busca la verdad y no es un mero razonador? ¿Hay comunidades de buscadores de verdades que dicen con autoridad rotunda “sí, tú sí buscas la verdad”, “no, tú no”? ¿Cómo distinguimos al místico, del charlatán y del loco? Aunque hay personajes paradigmáticos de una y otra categoría, las personas normales, que no son ni visionarios ni demagogos, habitan una zona intermedia. Pero esto no quiere decir que deba dejar de importarnos la verdad. El finado Harry G. Frankfurt, en su esclarecedor libro On Bullshit, nos dice que el mentiroso, si bien es reprobable, al menos tiene interés en la verdad, pues eso le permite ocultarla adecuadamente, pero al bullshiter no le interesa si lo que dice es verdad o mentira con tal de convencer, con tal de ganar la discusión (el lector encontrará en redes sociales muchas personas de este talante). Aparte de lo desagradable que puede ser un bullshiter en el ámbito privado, no olvidemos lo peligroso que de hecho llega a ser si tiene poder en el ámbito público.
    Así, es más o menos claro el extremo que hemos de evitar, pero no lo es tanto a cuál debemos aspirar. ¿Podemos auténticamente sólo buscar la verdad ignorando el aspecto de asentimiento y de convencimiento? Parece que en un sentido absoluto no. Alguno que haya llegado hasta este punto de mi ensayo pensaría: “Yo soy de los que buscan la verdad y no la razón; son los otros los sofistas”. Pero, así como el que acusa de hipocresía cree no ser hipócrita, el que se arroga el título de amante de la verdad, también tiene su punto ciego. A fin de cuentas, también quiere tener la razón, al menos en eso, en que es amante de la verdad. Además, aquel que está seguro de haberla encontrado, ¿no estaría también convencido de que tiene la razón? Esto puede llevar al dogmatismo. Alguien así tildará (públicamente o en su fuero interno, esto es indiferente) de falsos, hipócritas o desviados a quienes no comulguen con su credo. Pero eso es una enfermedad que una dosis de sano escepticismo no debería tener problemas en curar. De cualquier modo, tener la razón es importante. Nos da confianza en nuestra capacidad para pensar, tan necesaria para acometer nuestras búsquedas. Quien nunca saboreara los goces de tener la razón terminaría por dudar de sí mismo y de su competencia, y tristemente la humanidad perdería un indagador más.
    En fin, la moraleja de este ensayo es que es importante tener la razón, nos gusta, pero debemos tener un ojo bien atento en las creencias que nos mueven a desearla entre nuestro patrimonio epistémico, no vaya a ser que nos convirtamos en personas que dicen puras pamplinas (que es así como el diccionario WordReference traduce de manera neutral bullshit) o –perdóneme el lector– como dicen los mexicanos, puras mamadas (que, también recoge felizmente el WordReference), o , como a mí me gusta decir, puras paparruchas.