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miércoles, 13 de septiembre de 2023

Sí soy o el embellecedor memístico egoico

 


Quienes me conocen saben que las paradojas son de mis cosas favoritas, y ya he publicado en este blog alguna que otra. Este meme –pues el internet es pozo infinito de material para examinar– es un ejemplo muy bonito y digno de análisis.

El texto dice: “Ya fue mucho sí soy, ¿no? Ya hace falta un sí fui”. No es desconocido para el internauta promedio la dinámica de comentar o adjuntar a un meme la expresión sí soy, para indicar que el que publica el meme se siente identificado con la situación planteada. En la mayoría de los casos, el meme es despreciativo y muestra o describe alguna acción irracional, absurda, poco sana, inusual, etc. Por ejemplo, un meme puede mostrar algún animal en un estado deplorable, y el que lo comparte añade sí soy (o su variante soy yo o simplemente yo) para mostrar que su estado emocional concuerda o se ve representado con la imagen. El arrogarse dicha descripción es parte de la gracia que tiene esta dinámica. Llamemos a este contenido metamemístico “embellecedor egoico”.

     El meme de nuestro análisis, que exhibe un zorro (del capítulo 2° de la caricatura Coraje, el perro cobarde) en posición de palmario éxito, quiere invitarnos a cuestionar el uso del embellecedor egoico. Burlarse del propio dolor puede tener un efecto terapéutico momentáneo, pero también puede llegar a banalizar un problema serio de fondo. A lo que nos exhorta el meme es a reconocer que, aunque hayamos sido, ya no somos ese dolor. No se trata de solapar el sufrimiento con una máscara de carnaval, sino de reconocerlo precisamente como algo que ya no es más y no tiene por qué serlo en el futuro. Se trata, pues, de un meme que invita a la autosuperación por medio de nuestro uso del lenguaje en las experiencias memísticas.

     Ahora bien, hasta aquí la exégesis psicológica, ahora le toca su lugar a la lógica. Supóngase que publico ese meme y le adjunto el susodicho sí soy. ¿Qué se entiende por ello? Se entiende que ya no soy de las personas que inscriben el sí soy a los memes que publica. Pero si acabo de publicarlo con dicha inscripción… ¡Contradicción! Sin embargo, si publico la imagen y le escribo sí fui, significa que ya no soy el tipo de personas que escribe sí fui, sino que volví a la práctica de escribir sí soy en los memes. ¡Pero si acabo de escribir, en primer lugar, sí fui! Este meme, por tanto, se resiste a ser etiquetado con nuestro embellecedor egoico. ¿Y si probamos ambas alternativas? Supóngase que publico el meme con la leyenda sí soy y sí fui. Debo decir que, si el razonamiento anterior fue abstruso, este resulta aún más denso y ni siquiera me apetece seguirlo. Digamos, simplemente, que la conjunción de dos contradicciones no puede traer nada bueno.

     Casi para terminar, debo admitir que hasta ahora he sido algo tramposo. He venido interpretando el meme como “Escribí sí soy [siempre y en todos los memes]. Ahora escribo sí fui [siempre y en todos los memes]” La paradoja se desvanece si consideramos que uno no tiene que comprometerse con escribir siempre sí fui o sí soy. Puedo decir simplemente sí soy aquel que antes escribía “sí soy” en los memes, pero ahora escribe sí fui (no en este, sino en otros). Pero esto es menos divertido.

     Con todo lo anterior en mente, ya puede usted reflexionar con tranquilidad si sí es, fue o será los memes que publica.

miércoles, 2 de agosto de 2023

A la gata Tintina

 

Te movías por la madrugada. Eras una con la callada garganta de la noche. Un maullido zigzagueante tropezaba con el muro y huías de los requiebros masculinos. Amanecía y al sol se le extraviaban unos rayos. El hambre saludaba en tu pellejo y en tus omóplatos como cardos melancólicos. El desaliento te obligó a tragar la luz de la tarde, y ésta, sin potencia alimenticia, se hospedó en la sombra de tu pelo y ahora eres carey.

     Un plato de sobras te esperó al día siguiente, y al siguiente, y al siguiente. Tu maullido, que era más un rasguño suplicante en el silencio, que un maullido, te acercó una mano a la cabeza. Ignorabas lo que era el amor, y tal vez aún lo ignoras, pero has olvidado lo que es el miedo. Cicatrices extraviadas habitan las veredas de tu piel, y se descubren ocasionalmente en el acicalamiento diario, inocuas; o en el ritual de una caricia en donde se agazapa un ronroneo.

     Antes no era así, pero ya haces como si charlaras, y te burlas de mi humana convicción de que estamos conversando. Luego cierras los ojos bajo el sol, y eres ámbar y obsidiana sobre el concreto gris, y la hoz de tu pupila me mira al pasar, con esa vaga expectativa animal de la bendita indiferencia.

viernes, 21 de julio de 2023

La importancia de tener la razón


Nota sobre la composición de este texto: la idea de escribirlo surgió de una plática donde mi amiga Montserrat intentaba recordar el título de alguno de mis ensayos. Entre sus estimaciones, arrojó: "¿no se llama La importancia de tener la razón?" Le dije que no, pero que sería un buen título para un texto. Nos retamos a escribir, cada uno, algo con dicho título, y este es el resultado. He aquí su texto: https://montserratsalazar.com/2023/07/22/la-importancia-de-tener-la-razon/. Y he aquí el mío.

    Empecemos imaginando dos personas que discuten y se disputan la jurisdicción sobre un terreno elusivo: la razón. Este es el fenómeno que ahora abordaremos. ¿Qué es tener la razón? Si me lo preguntan, no lo sé, pero encaremos el tema desde otra óptica...
    En el primero de los “Cuadernos” del Diario Íntimo de Miguel de Unamuno, encontramos escrito: “Hay que buscar la verdad y no la razón de las cosas, y la verdad se busca con la humildad.” Puede o no impactarnos esta frase, podemos estar de acuerdo o no, pero la diferencia que se hace entre “verdad” y “razón” no deja de ser interesante (aunque no intentaré definir estas nociones). Una forma de interpretar este aforismo es la siguiente: hay que buscar lo esencial de las cosas y no sólo sus causas inmediatas, ir a la profundidad y no quedarnos con lo superficial. Esto suena bien, pero en tal caso la humildad no tendría mucho sentido en la frase, porque las causas también pueden buscarse humildemente; es más, a veces la verdad se encuentra superficialmente, y una pretensión excesiva de profundidad sirve sólo para extraviarnos.
    Otra forma de interpretarla es pensando que no sólo debemos querer tener la razón, sino que, si deseamos ser un filósofo, pensador o incluso humano auténtico, debemos buscar la verdad, y ésta sólo se consigue alejándose de la actitud de convencimiento y de mera argumentación vana. Socrático el asunto. El que busca tener razón a toda costa es el malabarista lógico que hace uso de cualquier instrumento para lograr ganar al contrincante; la soberbia le es inherente, pues le complace saberse de algún modo superior, es el clásico sofista como nos lo ha presentado la tradición platónica. En cambio, el buscador de la verdad, a veces incapaz de ponerla en palabras seductoras –si es que la encuentra–, debe contentarse con algo más huidizo: una visión, una contemplación, etc. Anula su individualidad, se humilla para abrirse a una realidad (o idealidad o lo que sea) más amplia.
    Si bien lo anterior no deja de tener su encanto, y hasta podríamos decir que es cierto, en nuestra época, un mandato como el de Unamuno puede tener un sabor trasnochado. Nos asaltan las siguientes interrogantes: ¿Qué criterios tenemos para decir que alguien realmente busca la verdad y no es un mero razonador? ¿Hay comunidades de buscadores de verdades que dicen con autoridad rotunda “sí, tú sí buscas la verdad”, “no, tú no”? ¿Cómo distinguimos al místico, del charlatán y del loco? Aunque hay personajes paradigmáticos de una y otra categoría, las personas normales, que no son ni visionarios ni demagogos, habitan una zona intermedia. Pero esto no quiere decir que deba dejar de importarnos la verdad. El finado Harry G. Frankfurt, en su esclarecedor libro On Bullshit, nos dice que el mentiroso, si bien es reprobable, al menos tiene interés en la verdad, pues eso le permite ocultarla adecuadamente, pero al bullshiter no le interesa si lo que dice es verdad o mentira con tal de convencer, con tal de ganar la discusión (el lector encontrará en redes sociales muchas personas de este talante). Aparte de lo desagradable que puede ser un bullshiter en el ámbito privado, no olvidemos lo peligroso que de hecho llega a ser si tiene poder en el ámbito público.
    Así, es más o menos claro el extremo que hemos de evitar, pero no lo es tanto a cuál debemos aspirar. ¿Podemos auténticamente sólo buscar la verdad ignorando el aspecto de asentimiento y de convencimiento? Parece que en un sentido absoluto no. Alguno que haya llegado hasta este punto de mi ensayo pensaría: “Yo soy de los que buscan la verdad y no la razón; son los otros los sofistas”. Pero, así como el que acusa de hipocresía cree no ser hipócrita, el que se arroga el título de amante de la verdad, también tiene su punto ciego. A fin de cuentas, también quiere tener la razón, al menos en eso, en que es amante de la verdad. Además, aquel que está seguro de haberla encontrado, ¿no estaría también convencido de que tiene la razón? Esto puede llevar al dogmatismo. Alguien así tildará (públicamente o en su fuero interno, esto es indiferente) de falsos, hipócritas o desviados a quienes no comulguen con su credo. Pero eso es una enfermedad que una dosis de sano escepticismo no debería tener problemas en curar. De cualquier modo, tener la razón es importante. Nos da confianza en nuestra capacidad para pensar, tan necesaria para acometer nuestras búsquedas. Quien nunca saboreara los goces de tener la razón terminaría por dudar de sí mismo y de su competencia, y tristemente la humanidad perdería un indagador más.
    En fin, la moraleja de este ensayo es que es importante tener la razón, nos gusta, pero debemos tener un ojo bien atento en las creencias que nos mueven a desearla entre nuestro patrimonio epistémico, no vaya a ser que nos convirtamos en personas que dicen puras pamplinas (que es así como el diccionario WordReference traduce de manera neutral bullshit) o –perdóneme el lector– como dicen los mexicanos, puras mamadas (que, también recoge felizmente el WordReference), o , como a mí me gusta decir, puras paparruchas.



martes, 20 de junio de 2023

Sin título

Mientras revisaba mis escritos privados, encontré estos dos. Desesperanzados son ambos, y sobre ambos quisiera reflexionar hoy.

El primero es un poema hecho al puro sentimiento, sin título:

Vivo en el pasado,
pues, ¿qué otro lugar
tenemos los descorazonados
para vivir?

No hay futuro,
nunca lo hubo,
es un invento de la ficción,
para hacer del no ser esperanza.

Pues sólo ahí ocurre
el milagro del pensamiento,
esa cosa rara, tan normal,
tan onerosa.

Recorro con lentitud
la telaraña de mis traumas.
Dicen que al menos un recuerdo
habrás tenido si amas.

Y es que el mundo
es un hormiguero de recuerdos.
Todo haber sido.
Todo pasado.

Y todo frustración,
por seguir siendo
sin llegar nunca a ser
completamente.

El segundo, también sin título, fechado el 14/02/2020:

Tengo una racha de resentimiento universal. Un resentimiento contra todo, por el mero hecho de existir sin justificar su ser. Porque con su mueca de pulcritud ontológica nos arrebata el remanso de la nada. Tengo un resentimiento contra cada hombre y mujer, contra cada piedra y cada árbol y no sé explicar por qué.

    Independientemente de los acontecimientos que hayan motivado la escritura de esto (acontecimientos que no recuerdo puesto que ya no llevo un diario), debo admitir que rezuman un pesimismo, lánguido el primero, recalcitrante el segundo. Alguna vez he sido criticado y juzgado por tener y expresar tales emociones. Y es comprensible, aunque doloroso. El pesimismo absoluto horada hasta los cimientos más profundos de la vida.
    Yo no me considero un pesimista sin más, sino un pesimista alegre. Aun así, en aquellos textos no hay alegría, sólo desesperanza. El pesimismo, como el escepticismo radical, una vez adoptado es prácticamente imposible refutarlo con argumentos. Y, ¿entonces qué hacemos? Únicamente se me ocurre decirle a mi yo que escribió eso lo siguiente: todo pasará y pasó; te has roto muchas veces y otras tantas te has podido reconstruir, mejor o peor, y lo seguirás haciendo, y dolerá y llorarás, y odiarás cada árbol y cada piedra; pero dudarás de ese odio y también amarás, como si nunca hubieras sufrido; y que todo eso sirva para seguir viviendo, aunque la vida sea insulsa y repetitiva; y si Dios existe, al menos algo de todo esto quedará; la mera posibilidad de ello es ya una forma de felicidad.
    Tal vez mi texto esté plagado de lugares comunes, pero sirva haberlo publicado por si algún perdido, al leerlo, y al haber sentido lo mismo sin haberlo podido expresar, sienta aliviada, aunque sea en un ápice, su soledad.

sábado, 27 de mayo de 2023

¿Qué significa ser raro?

 

Entre mis amigos, cuento varios que calificaría de raros, y entre ellos, hay también quienes me darían el mismo epíteto. Sin embargo, nadie es absolutamente raro. Decir que alguien es raro es aplicar una sinécdoque, esto es, predicar del todo (la persona), lo que sólo le corresponde a una parte (una acción, un gesto, un gusto). Hay, pues, actitudes o acciones raras, pero no personas raras per se. Podría decirse que alguien totalmente impredecible es, como persona en su totalidad, rara, pero me parece que alguien así superaría el umbral del concepto. Un individuo cuyas acciones nunca pudiéramos adivinar resultaría amenazante y lo calificaríamos, más bien, de anómalo o loco. La rareza, en cambio, es algo que se equilibra, sin terminar nunca de caer, en la punta de un alfiler. Lo raro no puede ser cósmicamente destructivo, iconoclasta o absurdo. No existe lo sublime raro. Es algo más humilde, que se esconde en las jerarquías y las normas y que saluda inopinadamente en las esquinas de la experiencia. A veces es bello. Pero todavía nos queda la pregunta de qué queremos decir cuando expresamos que alguien es raro. La única manera que se me ocurre para esclarecer lo anterior es por la vía autobiográfica, y ahí vamos.

     No me gusta el aguacate, la jícama, los dulces picantes, la cerveza, los cigarros ni otras sustancias narcóticas o estimulantes; tampoco la música estridente, las luces de neón o los olores fuertes; menos aún los corridos, los pantalones ajustados o los lugares extremadamente soleados, calurosos o caóticos. En contextos, como los son algunos que frecuento, donde todas estas preferencias son moneda corriente, y cuyas actividades sociales están organizadas en torno a alguno de estos gustos, yo soy raro. Pero si en mi comunidad fuera lo normal que la gente no comiera aguacate, etc. etc., entonces sería normal. Asimismo, yo, que estudio filosofía, soy raro si estoy entre personas para quienes las humanidades son una especie en peligro en extinción; pero soy normal entre escritores, libreros, artistas, etc. Soy raro si me gustan los espacios especialmente limpios, mientras que la mayoría de las personas se siente cómoda trabajando entre migas. O si me gusta raparme, mientras que la industria de los champús crece cada año. Pero soy bastante normal si suelo comer fritangas en la calle sin enfermarme del estómago. Y soy raro si tengo un hermano gemelo en la Ciudad de México, pero no lo sería si viviera en Cândido Godói, Tierra de Gemelos.

     Con lo anterior se ve cómo ser raro implica un marco de referencia que llamamos normalidad, es decir, no se puede ser raro en el vacío. A esto podríamos agregar que la desviación es de grado y no de naturaleza. La normalidad es un ideal regulativo del que todos nos alejamos más o menos, y según los criterios con que se evalúe este alejamiento es que juzgamos a alguien de peculiar. Por ejemplo, si el criterio es “A todos les gusta ir a la playa” y yo la aborrezco de tal modo que rechazaría una invitación a cambio de otro tipo de salida, entonces soy raro. Aquí el criterio relevante no sólo es el gusto o no por la playa, sino las acciones que tomo al respecto. Si aceptara la invitación, incluso sin que me entusiasmara, tal vez no sería tildado de raro. Habrá otros criterios que sólo evalúen el gusto sin más, o la acción. De cualquier modo, uno puede ser bastante normal en ciertas dimensione y raro en otras, y dentro de estás puede serlo poco o mucho.

     La mayoría de las personas que se han asumido en alguna dimensión de su vida como raras, suelen sentirse orgullosas de sus peculiaridades. Esto es curioso, porque difícilmente uno elige sus rarezas. Al menos yo no he elegido las mías. Incluso, a veces, se sufre por ellas, subrepticia o abiertamente, y se preferiría no tenerlas. Por ello es totalmente comprensible que uno busque revalorizarlas y darles un cariz positivo, sobre todo porque la desviación del criterio, de la que hablaba hace un momento, implica, en muchas ocasiones, una valoración negativa por parte del sujeto perteneciente a la normalidad. El caso aciago resulta cuando el sujeto asume su rareza como virtud insólita y juzga a las personas con base en ella. La excepcionalidad del santo también puede tomar formas demoniacas. En todo caso, y sin querer ser moralizante, diré que, si bien nuestras rarezas nos hacen coloridos, en lo más íntimo compartimos más de lo que nos diferencia, o como diría Borges, “nuestras nadas poco difieren”.

miércoles, 5 de abril de 2023

Sobre por qué deberíamos dejar de usar la idea de destino. O: el destino es un desatino, carnal.

 

En plática estimulante con personas bonitas, se me ocurrió que mi postura sobre lo que es el destino se inclinaba hacia un vago e indiferente escepticismo. Este ensayo es un intento por esclarecerme, y en ultima instancia rechazar, la idea de destino, tal y como se usa –así de confusamente y todo– en la vida cotidiana. Mi postura consiste en que las razones que tenemos para rechazar tal idea, más que metafísicas o existenciales, son de carácter ético-político.

     Pero para desconfundirnos un poco, vale la pena iniciar diciendo qué entendemos por destino y hacer algunas clasificaciones. Normalmente se lo concibe como una especie de fuerza que guía o dirige nuestras acciones. Si esta fuerza se concibe como natural, la podemos bautizar como determinismo: postura filosófica que afirma que toda acción nuestra está determinada causalmente por otro suceso anterior a ella. Sólo los filósofos y los científicos, cuyos hábitos de pensamiento han sido formados y deformados por el prurito de dar razón de todo, suelen adscribirse a esta teoría. Pero, ahora bien, si la susodicha fuerza se concibe como sobrenatural, tenemos el fatalismo, que puede resumirse en la frase: ¡Sabrá Dios por qué hace las cosas! En efecto, sólo Dios sabe por qué hace lo que hace, y está entre sus pasatiempos predilectos el saberlo sin contarle a nadie. Y si usted es ateo, el nombre “Dios” puede ser sustituido por el de cualquier otra entidad sobrenatural que tenga potestad sobre las vidas humanas, o por alguna entidad impersonal que no sabe lo que hace ni por qué lo hace ¡y menos habrá de decírselo a nadie!, pero cuyo hacer sobre las cañas pensantes que somos nosotros, es inapelable. O tal vez el verbo “hacer” ni siquiera hace justicia a la forma en que actúa o influye esta fuerza cósmica, pero esto no es relevante aquí.

     También podemos distinguir entre el destino concebido como motor o como meta. Los casos hasta ahora discutidos entran dentro de la primera categoría. El destino mueve al hombre a donde sea que lo esté moviendo. Pero, ¿y si es el hombre el que se mueve solo, sólo que con cierto objetivo predeterminado (a sabiendas o no)? Aquí tenemos el destino como finalidad. Podemos llamar a esta última versión: sino. Cuando una persona cumple su sino, significa que ha llegado al punto que le fue asignado (la similitud entre sino y asignado es adrede). Mucha gente piensa que, independientemente de cómo se desenvuelva en sus circunstancias particulares, llegará a alguna situación específica en su vida o le sobrevendrá algún acontecimiento puntual (un ejemplo paradigmático de esto es el calvinismo). El contenido de esta situación o acontecimiento puede ser más o menos determinado, como, por ejemplo, “ganar el premio Nobel de Economía”, o indeterminado, como “ser feliz” o “gozar de la bienaventuranza eterna”. También puede ser dichoso, como los ejemplos antedichos, o aciago, como el destino trágico del que hablan los dramaturgos griegos. Puede ser parcial, dentro de un destino aún mayor, o total: el destino final, final, ahora sí el último, como en las películas de Destino final 1, 2, 3, 4, 5, y las que vengan después, que es final justo por la rotundidad que tiene la muerte. Seguimos: puede ser personal, como en los ejemplos aducidos hasta ahora, o colectivo o universal (postura cara a hegelianos y marxistas); así, se habla del destino de una nación o de la humanidad. Otras modalidades se podrían agregar seguramente a nuestra clasificación de hados, aunque por ahora se me escapan.

     Pues bien, hecha esta taxonomía, podemos pasar a la problematización. La discusión sobre la existencia o no del destino suele tomar la forma, como muchas otras discusiones, de una balanza. Dos posturas: existe o no. Si existe, ¿cuál es su naturaleza?, ¿de qué manera se manifiesta?, ¿es compatible con la libertad? Si no existe: ¡Albricias! Somos libres y podemos hacer lo que queramos. Sin embargo… ¿y si el destino no es algo que se adopte o a lo que uno tenga que doblegarse, sino algo que se invente? Esto puede entenderse de dos maneras. Expresiones como “Soy forjador de mi propio destino” o “tú diriges tu propio destino”, en principio, implican que el destino no existe y, más bien, se utiliza la palabra como sinónimo de “camino de vida”, “flujo de acontecimientos en tu vida” o ideas similares. La otra interpretación es que el destino es como una fuerza magnética, que influye pero no obliga. Los humanos tenemos la prerrogativa de la rebeldía y, sea cual fuere el destino que tengamos asignado, siempre podremos modificarlo o apartarnos de él.

     Mi postura radica no en rechazar la idea de que existe un destino, o de que, si existiese podríamos cambiarlo, sino en rechazar en bloque la dicotomía, quemar (o derretir) la balanza. Y ahora va el porqué.

     Si bien una explicación de cómo es que ha llegado hasta nosotros la idea de destino requeriría un rastreo histórico más allá de mis fuerzas intelectuales, diré un poco sobre el papel que juega esta noción en nuestra vida y por qué creo que es políticamente perniciosa en una sociedad meritocrática como la nuestra. Aunque utilizamos la idea de destino como una explicación a priori, es sólo a posteriori cuando adquiere todo su sentido. Alguien dice: “Me gané el premio Nobel de Economía porque era mi destino.” Esta persona piensa que ya estaba determinado que lo ganara, pero es sólo porque ya ha pasado, que puede dar sentido a sus luchas, sus sinsabores, como escalones, todos dirigidos hacia un objetivo augurado. Ya Schopenhauer decía que es sólo retrospectivamente que nuestra vida se ve como una cadena de eslabones bien concatenados. Así, el destino es un auxiliar narrativo para dar sentido a nuestra propia experiencia. Pero puede pensarse, además, que es una forma de falsa modestia. Quien recurre al destino como explicación de sus logros se descarga un poco de la responsabilidad por sus propias acciones, aunque solapadamente se jacte de ser beneficiario premium de las Moiras.

     El que, por el contrario, dice “Pese a mi destino, logré ganar el Premio Nobel”, se haya en una situación ya descrita anteriormente: se adjudica a sí mismo todo el mérito de sus logros; no se dejó doblegar por fuerzas superiores, sino que ejerció su libertad plenamente. Pero las cosas no son todo blanco o negro. Tanto el que dice “sigue tu destino”, como el que interpela “rebélate ante él”, están haciendo juicios de valor implícitos. Para el primero, tu fracaso se debe a que desoíste la voz (interior, exterior o de donde sea) que te debía dirigir al éxito. Para el segundo, fuiste demasiado débil, pusilánime y te dejaste arrastrar como camarón que se lo lleva la corriente. En ambos casos existen actitudes de superioridad moral que deberíamos evitar, pues sólo revelan una falta de empatía hacia las condiciones socioeconómicas, psicológicas y emocionales de otras personas. Construir nuestra propia personalidad con base en ideas de destino puede llevarnos a desolidarizarnos con otras personas para quienes las condiciones externas o internas no han sido tan favorecedoras. Una sociedad como la nuestra, basada en el mérito, consentirá la reproducción de cualquier noción que permita construir narrativas como las anteriores, en donde el éxito es una conquista individual y, por ende, también lo es el fracaso.  Con esto no quiero decir que el concepto de destino es una condición suficiente para crear una sociedad individualista, porque seguramente habrá otro tipo de sociedades más comunitarias que también lo utilicen. Mi punto es que la manera acrítica en que dicho concepto es asumido por mucha gente, puede llegar justificar narrativas perniciosas.  

     Para terminar, ya dije que puede concebirse el destino de manera colectiva. El resultado de esto es más brutal de lo que parecería a primera vista, y por ello lo presentaré casi silogísticamente. Suponiendo que existiese el destino de una nación, éste habría de ser, no la suma de los destinos individuales, sino algo independiente y superior, aunque es claro que el destino de algunos de estos individuos podría ser parte constituyente o fundamentante del destino total de la nación (de esta sugerencia proceden las teorías sobre las grandes personalidades, como la de Carlyle, la cual, dicen algunos, fue utilizada por regímenes totalitarios como sustento ideológico). Así, el Estado se vuelve una hipostasis, es decir, una entidad distinta al conjunto de sus individuos, cuyo valor supera al de sus componentes concretos. Está justificado, entonces, sacrificar y sacrificarse –no sólo metafóricamente– en aras de un poder mayor y, en ocasiones, incomprensible. Dios sive Estado (Dios o el Estado, ya no hay mucha diferencia). Saque el lector las consecuencias de esto.

     Para terminar, me gustaría decir que no repruebo en sí misma la creencia en el destino, en cualquier de las formas expuestas y aun en otras que no he logrado exponer. Sólo quiero llamar la atención sobre cómo es que, si es adoptada de manera acrítica, puede justificar fácilmente actitudes contrarias a la comprensión y solidaridad comunitarias. Pero sólo Dios sabe por qué destina lo que desatina.

lunes, 2 de enero de 2023

La paradoja de la paradoja de Zenón.


TESIS: Nunca podremos terminar de leer la paradoja de Zenón.
DEMOSTRACIÓN: Para leer la paradoja de Zenón, primero habría que leer la mitad de la paradoja de Zenón, pero para leer la mitad, primero habría que leer la mitad de la mitad, y así ad infinitum (como dicen los chiavos medievales (y los de Telmex (los chiavos))).

COROLARIO: Nunca podremos terminar de leer la demostración sobre la imposibilidad de leer la paradoja de Zenón.
DEMOSTRACIÓN: Para leer la demostración sobre la imposibilidad de leer la paradoja de Zenón, primero habría que leer la mitad de la demostración sobre la imposibilidad de leer la paradoja de Zenón, et cetera. Quod erat demostrandum (como dicen los chiavos spinozistas).

SUBCOROLARIO: Nunca podremos terminar de leer el corolario sobre la imposibilidad, et cetera, et cetera.
DEMOSTRACIÓN: et cetera, et cetera, et cetera. Quod erat demostrandum.