El escritor es de naturaleza
proteica, pero el común denominador de sus metamorfosis es el de querer decir
algo. Es alguien cuya mente está poblada de inenarrables fantasías, ficciones
perversas, intenciones sublime o ideales inconcebibles, complejos denigrantes,
pasiones virtuosas o reprobables, en fin, todo una madeja de inextricable de
ideas; mas eso no es lo que lo caracteriza, pues no hay hombre que haya pisado
la Tierra y no tenga un poco de heroico
y cobarde. Su verdadera naturaleza mora en su irresistible tendencia al
lenguaje, pero, a la vez, en su soledad profunda con él. El escritor escribe
porque no puede compartir con nadie sus fantasmas. Sin la máscara de la pluma
ágil y elegante, es un monstruo prejuzgado, tildado de protervo o idealista. Eterno
denunciante de las bajezas humanas, es proscrito en el cotidiano. Pero las
torpezas de las que adolecería en el trato común se ven sublimadas en su
palestra y los ignaros le aplauden y en cada palma dicen "!Queremos
conocer nuestras propias miserias y excelencias, pero ocúltanoslas en
literatura!"
Cada texto es un intento fallido
de trasuntar lo que ocurre en su procelosa mente. ¡Qué paradoja de la
existencia: un amante de la expresión se encuentra siempre imposibilitado de
expresar su más íntima intuición! Toda expresión pretende ser perentoria, pero
el lenguaje es una asíntota del alma. No existe el texto definitivo. La obra no
es sino el esfuerzo espiritual por enmarcar rígidamente en la sucesión verbal
del tiempo ciertas luces y tinieblas que rigen la vida del autor. Cuales sean
esas sombras es algo que sólo sabe el que esto escribe.