Enderezo mis pasos hacia el local donde se expenden tortas para el consumo casual. Éste se encuentra emplazado, de cara al norte, en una esquina de la Cuauhtémoc y Eje 5. Su nombre, de talante hípico, está rotulado con letras escarlata, y ostenta la crin esbelta de una montura digna del aprecio de Poseidón. Acércome a la pequeña fortaleza cuadrangular de metal y establezco una corta salutación con el guardián. Miro con parsimonioso deleite los nombres de las tortas, cada uno más lúbrico que el anterior: La Rusa, La Holandesa, La Cubana, La Tatiana... Para los desavisados, una explicación parentética expone el contenido de cada ejemplar. Determino mi voluntad por una Rusa: milanesa, pierna y quesillo. Con una interpelación correcta, le hago saber al cocinero lo que deseo. Sin embargo, algo chistan sus labios y con el ánimo abatido me responde que sus reservas de milanesa se agotaron. Arqueo las cejas y retorno mi atención al censo de platillos. Me termino decantando por una Holandesa. En el ínterin de su preparación, escucho a un camarada soltar una imprecación materna y protestar contra el universo, pues la hercúlea constitución de las tortas impide a su quijada dar una mordida cabal. Su interlocutor lo apacigua preguntando con límpida retórica si a eso preferiría la desmedración del contenido entre el par de rebanadas de pan, a lo que el otro contesta con una negativa.
El despensero capta mi atención y me cuestiona sobre la naturaleza del picante que debe agregar a mi pedido. "¿Rajas o chipocle?" Pregunta desprejuiciadamente. Indícole que "rajas". Con su consuetudinaria maestría une los ingredientes en una heteróclita masa ceñida por dos panes oblongos y envuelve el resultado en un papel semitransparente. Otra capa más de papel evita que la entropía corrompa el fardo de humeante contenido y que sus elementos se desperdiguen por el mundo. Por último, saca su alfanje y con un tajo preciso en dirección perpendicular al eje mayor de la torta la parte en dos.
Le alcanzo el exiguo pagamento por sus servicios y a cambio me entrega el estuoso paquete de maná citadino. Nos despedimos con las ajadas cordialidades, deseándonos mutuamente el bienestar supremo de nuestras respecitvas heredades y descendencias, y auguraciones del disfrute celestial de la divina providencia en esta vida y en la otra.