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martes, 16 de julio de 2019

Pesimismo, optimismo y pesimismo alegre (Dedicado a mis alumnos)

A mis alumnos.
I
Hace no mucho tiempo, cuando daba cursos de Español y Filosofía, me gustaba comenzar haciendo a mis alumnos una pregunta: "¿Te consideras optimista o pesimista?"  Consciente de la vaguedad de la pregunta, los dejaba, precisamente, divagar un rato al respecto. Las respuestas que recibía a veces eran interesantes. La mayoría no tenía clara su postura. Otros eran pesimistas convencidos y otros más, optimistas inocentemente audaces. Los menos apelaban a una especie de "justo medio": ser realista. La respuesta parecía delatar un miedo a caer en el subjetivismo del pesimismo o del optimismo. Pero también tenía la desventaja de creer ingenuamente en la objetividad. Para dirimir la cuestión, me gustaba citar unas palabras de Chesterton que, por extensas, resumo en las mías propias según puedo recordarlas: los optimistas son como funcionarios públicos que transigen con los  errores de sus superiores; para ellos todo está bien, excepto los pesimistas; éstos, por su lado, son como consejeros con prerrogativas excesivas para censurar y con un constante empeño de disuadir a los hombres de hacer cualquier acción heroica; para ellos, todo está mal, excepto ellos mismos.
Así pintados, los optimistas quedan como pusilánimes, mientras que los pesimistas como soberbios amargados. ¿Qué elegir, entonces? La respuesta de Chesterton: hay que comenzar admitiendo que todo está mal, pero podría estar bien.
La reflexión en clase solía acabar ahí, y a los que me devolvían la pregunta solía contestarles con inocua ironía que yo llamaba a mi propia postura "pesimismo alegre". La intención de este escrito es esbozar un poco más allá de la mera denominación en qué consistiría este pesimismo alegre.

II
"Pesimismo" y "optimismo" son, como muchas otras palabras, multívocas, es decir, que tienen distintos significados según el contexto en que se usen. En esta situación, se usa en el sentido de cómo "vemos" (tiempo presente) y "prevemos" (tiempo futuro) el mundo. Si uno es un optimista cabal, el mundo es un lugar de por sí agradable y tiende a su perfeccionamiento natural. Si es pesimista, el mundo es un valle de lágrimas y no hay razones para pensar que cambiará. Es claro que podríamos hablar de interpretaciones optimistas o pesimistas del pasado, pero en sentido estricto nuestros términos se aplican a situaciones presentes y futuras (uno no es optimista -en este tiempo presente- acerca de la conquista en América, aunque puede serlo acerca de una interpretación de ésta). Me parece, pues, que discurrir sobre este último punto es derramar minucias fuera del recipiente de la sensatez.
A pesar de esto, el peso de la palabra recae sobre lo que se prevé. Si las cosas van muy mal, pero se tiene esperanza (generalmente infundada) de mejoría, entonces se es optimista. Si las cosas van palmariamente bien, pero se ve una imposibilidad (generalmente infundada) de que lleguen a buen término, se es pesimista.
El realismo, visión que yo he tildado de ingenua, tendría su fundamento en la fundamentación. Esto suena a burla, pero la idea muy sencilla: si algo va bien y hay buenas razones para pensar que mejorará, entonces se es realista. Si algo va mal y hay buenas razones para pensar que empeorará, entonces se es realista. Invito al lector a que haga los últimos dos cruces de conceptos, que también serían realistas. La idea importante es que haya buenas razones para pensar X o Y. Pero... ¿qué es una buena razón?... He ahí el meollo... 

III
Con una rápida y superficial ojeada a la historia de la filosofía podemos detectar una oscilación entre estos polos. Sócrates, ante su muerte, Platón y su ciudad perfecta, Aristóteles y su proyecto de alcanzar la sabiduría, son optimistas. Epicuro, con su dios indiferente, y los estoicos, con su mundo que crece y sucumbe ante las leyes del determinismo, son pesimistas. La mayoría de los medievales son optimistas, lo mismo que los filósofos del Renacimiento y la Modernidad. Esto llega a su cúspide con Leibniz, ¡para quien habitábamos el mejor de los mundos posibles!, y con Kant, para quien la unión racional entre todos los hombres nos llevaría a la paz perpetua. Estos siglos tienen su contrapeso con Schopenhauer y su mundo de voluntad ciega y sin propósito; y con Nietzsche, crítico implacable de la cultura, aunque difícil de colocar en nuestra dicotomía. En la época contemporánea la cosa se pone más compleja (y no es que no lo haya sido en la antigüedad). Los filósofos posmodernos, prestidigitadores del discurso, serían pesimistas,  mientras que los analíticos, la hidra de la verdad, serían optimistas.
Aunque estoy mezclando varios niveles de optimismo y pesimismo y forzando la interpretación, la idea que quiero expresar es clara. Los intentos por encontrar un justo medio siempre son problemáticos. Por ejemplo, bien vista, la postura de Chesterton es algo así como un optimismo moderado. Intenta mezclar la visión "realista" presente, normalmente adjudicada al pesimismo, con el espíritu efusivo y proyectivo del optimismo.

IV
Por últmo, mi propia postura, que despacharé con un plumazo (pues es lo que se suele hacer cuando uno no esta seguro de lo que dice), consiste en dos puntos: aceptar el pesimismo con su ardua naturaleza, y cambiar el valor que este conlleva. Si el pesimismo es una "visión" del mundo, el pesimismo alegre consistiría en cambiar la "visión" de esa "visión". Es decir, se centraría en cuestionar la valoración, no del mundo presente o futuro, sino del pesimismo mismo. Ser pesimista no es algo negativo per se, no hay que ser necesariamente soberbios, amargados o resentidos. Hay que buscar asintóticamente (esto es, tal vez sin poder alcanzarlo nunca) el desengaño personal. El místico alemán Meister Eckhart decía que si queríamos consolarnos sólo hacía falta ver el sufrimiento del otro. Tal vez esto no parecería muy justo ni virtuoso ni sabio (¡y eso que lo dijo un místico!) Pero esconde una verdad impagable. La vida es mayormente lucha y sufrimiento, sí, pero no sólo. Entender que existen los otros y que el sufrimiento no es una cuestión únicamente personal, puede hacer más llevadera esta existencia. La tradición cristiana reconoce que lo único realmente nuestro es el sufrimiento. Pero también debemos reconocer que lo único que realmente podemos compartir es la alegría. La vida o el mundo es un espejo roto, pero gracias a ello, no sólo vemos nuestro propio rostro, sino que atisbamos el de los demás. Los otros son el infierno, pero también el paraíso, un paraíso pequeño, del tamaño de una flor, pero paraíso al fin y al cabo. En palabras magistrales de Leonard Cohen: "There is a crack in everything, that's how the light gets in" (Hay una grieta en todo, así es como entra la luz).
Por último, por segunda vez, pero no menos importante: si la denominación "pesimismo alegre" le parece demasiado septentrional, podemos tropicalizar el nombre, podemos llamarlo "pesimismo campechano" ¿Qué le parece?

domingo, 16 de junio de 2019

Sobre libros intonsos y la labor de la filosofía

Se le llama "intonso" a un libro encuadernado de tal manera que no se le han cortado los pliegos de las páginas. Esto quiere decir que, por ejemplo, las página 2 y 3 vienen unidas por el margen exterior, de tal modo que para separarlas hay que pasarle una navaja. Así, si no se han separado, sólo se pueden leer las páginas 1 y 4.
    Antes de los años 60's no era raro que se vendieran libros intonsos, y actualmente, con un poco de suerte, uno puede encontrar ese tipo de ejemplares en las librerías de viejos.
    El caso aquí es que yo me compré un pequeño libro de este talante: "El puesto del hombre en el cosmos" de Scheler; una ardua obra de filosofía técnica, ya clásica dentro de la tradición axiológica.  Y aquí es cuando comienza mi elucubración, que nada tiene que ver con el contenido del libro.
    Como suele suceder con lecturas que han pertenecido a otra biblioteca, ésta estaba prolijamente subrayada y anotada con tinta (la pertinencia o no de tal práctica polariza a los bibliófilos, por lo que no daré mi opinión al respecto). Pero si el lector me ha seguido con atención hasta ahora no puede más que hacer el siguiente razonamiento, cuya sistematización le ahorro yo:

1) Si el libro está subrayado, entonces es verosímil pensar que fue leído.
2) Un libro intonso no puede ser leído correctamente por el problema ya aludido.
3) Es un hecho que el libro que me compré era intonso y estaba subrayado.
Esto nos deja con la perplejidad de un objeto instanciando una paradoja.
Pido al lector que antes de continuar visualice mentalmente con claridad la situación que le acabo de presentar, pues gran parte de la argumentación que sigue depende de ello.

Existen dos posibilidades:

Primera posibilidad: el sujeto en cuestión subrayó pasajes al azar para aparentar que sí leyó el libro, o simplemente porque le gusta subrayar libros en pasaje aleatorios. Esta queda descartada por implausible y porque realmente no explica demasiado.

Segunda posibilidad: el libro fue de hecho leído, pero no cabalmente, de lo que se desprende que el lector:
a) Era consciente de que no leyó el libro correctamente, pero aun así no quiso cortar las páginas.
b) Era un ignorante redomado y no sabía que a los libros así hay que separarle las páginas.
b.1) Atenuando el apelativo de ignorante, simplemente diríamos que era extremadamente distraído y leyó el libro saltando páginas ocasionalmente.

Discutamos primero la hipótesis a). Uno podría argüir que el lector era algún tipo de coleccionista tiquismiquis que quería preservar en estado de virginidad inmaculada su ejemplar y por eso decidió no cortar las páginas. Pero esta hipótesis queda descartada, puesto que un coleccionista así no se atrevería a mancillar con tinta su ídolo. Por tanto, no es plausible pensar que era algún tipo de bibliófilo.

Aunque, para alguno que esto lea, la hipótesis b) podría parecerle la más acertada, yo la voy a descartar por poco caritativa. Uno no simplemente postula la estupidez como la mejor explicación. Independientemente de que esto pueda ser cierto en algunos casos, no hace justicia a la complejidad de la experiencia humana. Es por ello que me adelanté y desplegué la hipótesis b.1), a mí ver, la más interesante, por lo siguiente.
    Supongamos que el antiguo dueño y señor de mi libro era rotundamente distraído, con una distracción oronda, turgente, casi palpable, y no se dio cuenta de que se saltaba algunas páginas en su difícil lectura (recordemos que la temática es filosófica, es decir, nada sencilla), porque ¿quién se anda fijando en el número de la página mientras lee? Supongamos, pues, también, que él no tenía ese hábito. No notó que después de terminar de leer la página 41, digamos, pasaba a la 44. Y así siguió hasta que terminó el libro. Imaginemos a este pobre lector conturbado, con el ánimo oscilante entre la desazón y desamparo. Poco ha de haber comprendido pese a sus esfuerzos de rotular lo más relevante con su perentorio bolígrafo azul. Al final, decidió malbaratar su adquisición a un librería de viejos, y pasados los años llegó a mí, el que esto escribe.
    Lo anterior da lugar a una reflexión filosófica nada ociosa. ¿En qué medida la complejidad, la oscuridad y la profundidad se han confundido en filosofía, al grado de que un lector no se diera cuenta de que a su lectura le faltaban fragmentos considerables de texto? Si el sujeto llegó al final del libro sin dudar sobre la coherencia de lo leído es que habrá que cuestionar, por un lado, los hábitos de lectura del susodicho, pero también, por otro, nuestra noción común de filosofía.
    No parece absurdo imaginar que el sujeto continuó la lectura, a pesar de tener serias lagunas en el contenido, con la esperanza de que si seguía leyendo lograría "entender" lo que el filósofo quería decirle. Este fenómeno es bautizado por Dan Sperberg como "efecto gurú". Cuando consideramos que algún discurso es demasiado oscuro, pero no queremos negarle su estatuto de inteligibilidad (es decir, de que tiene algo que decirnos), simplemente le atribuímos algún grado de profundidad accesible sólo para los iniciados. Si nos esforzamos, creemos, lograremos acceder al conocimiento arcano que nos ofrece el gurú.
    Otro fenómeno que es relevante comentar en confabulación con el anterior es el de la "justificación del esfuerzo". Tal vez el lector invirtió tanto esfuerzo en hacer sentido a su parca lectura que no quiso dejarla inconclusa y, con un denuedo monumental, dio algún sentido (que tal vez podríamos reconstruir con base en sus subrayados) a sus pensamientos. O tal vez sencillamente el libro le costó muy caro y sentía el deber de terminarlo, ¿quién sabe?
    El punto medular aquí es que en algún momento de su vida, se le enseñó a este desavisado hombre que la filosofía es difícil y profunda, que los filósofos se expresan de manera fragmentaria, elusiva y oscura, en fin, que son algún tipo de gurú.
    Voy a dejar al que esto lee que saque todas las consecuencias sociales, estéticas, políticas, etc. de lo expuesto, pues serían material para otro ensayo que tal vez algún día escriba.
    Para concluir, una exhortación: una de las tantas responsabilidades como filósofos es la de desmantelar esta idea imprecisa y nebulosa sobre nuestra labor. Desafortunadamente, hay colegas, no faltos de inteligencia, por cierto, que también comparten aquella visión. Tal vez haría falta esclarecer el concepto mismo de "claridad", empresa para la cual no tengo ni la más lívida idea de cómo comenzar. Ni siquiera estoy seguro de si he sido lo suficientemente claro al respecto, pero, en fin, en el principio era el caos y con el caos, la duda y con la duda, el movimiento.

Una última hipótesis que no consideré y que quedaría en la vigilia de otras manos más aptas para la ciencia ficción que las mías es:
c) El lector tenía alguna habilidad sobrehumana para leer páginas unidas y en realidad sí leyó todo el libro, lo comprendió y actualmente es un prominente filósofo que da cátedra sobre Scheler en alguna universidad hispanohablante.

viernes, 24 de mayo de 2019

Dos décimas para la tristeza

I.
Hoy te canto, ¡ay tristeza!,
tiempo ha que no nos hablamos.
Pero si somos hermanos,
no resulta gran rareza
que te vuelva a procurar
después de andar, ¡ay de andar!,
bajo la brisa lunar,
en el polvo lastimero
de un corazón caminero
que dejó de caminar.

II.
No hay cielo más nocturno
que el cóncavo desaliento
de un oscuro monumento
en honor al taciturno
desazón de amor en turno:
una ausencia en carne viva,
pasión sometida a criba,
una plaza sin juglar,
un lamento en singular,
verbo en copretérito: iba.

martes, 30 de abril de 2019

Sobre por qué me gusta Charlie Brown


Me gusta Charlie Brown porque es como la vida. A diferencia de otras historietas y animaciones, Charlie Brown no es un héroe al que sabemos victorioso después de la extenuante batalla contra el infortunio. Charlie Brown tiene debilidades que nunca serán equilibradas por sus fortalezas. No es un gran líder. No es singularmente hábil para los deportes ni las artes. Sus ansiedades (al cuadrado) ante el amor lo confinan a proyectos fracasados con la niñita colorina. Tiene inseguridades y se sabe inseguro, lo que lo hace aún más inseguro. Se deprime, apoya su cabeza sobre el brazo y mira al espacio. Va al psiquiatra, pero su psiquiatra es la misma persona que se burla de él. Como el filósofo, Charlie Brown duda, aunque termina aceptando el rumbo de las cosas; porque sabe que de todos los Charlie Browns en el mundo él es el más Charlie Brown. Tuvo la mala suerte de no ser Snoopy, porque, claro, Snoopy es un perro, lo que es lo mismo, es perfecto.
Irremediable en el fracaso, Charlie Brown es una apología de la decepción. Pero está libre de hipocresías y cinismos. O mejor, es una reconvención a la idea de la decepción.  Nos enseña que la diversión y la risa no se cifran en la victoria, sino en el vaivén. Carlyle decía que los actos del ser humano son deleznables, pero la ejecución de dichos actos es importante. Porque lo importante no es ganar el partido, sino jugar; no es que la cometa esté en el aire, sino correr para que el viento la abrace; no es que la niñita colorina le haga caso a uno, sino escribir cartas y comprar chocolates, no importa si son o no entregados.  La vida de Charlie Brown tiene el sabor de una melancólica inocencia, y aunque privada de los medios para triunfar, porta la más humana de las virtudes: la perseverancia.

jueves, 14 de marzo de 2019

Notas para una apología de la duda

Me gustan las personas que dudan. Quien nunca ha dudado, ¿cómo puede entender la no-posibilidad? Aquella no-posibilidad que cercena en un relámpago o menoscaba con la morosidad de la arena. La duda nos hace más empáticos, nos pone en el abismo de la incertidumbre, donde indefectiblemente habitamos y habita el otro. Pero no sólo eso. Dudar de uno mismo, de la propia vocación, nos cura del dogmatismo insano de la soberbia y la ignorancia. El desasosiego, casi doloroso, de la auténtica duda nos impulsa hacia adelante. Pero evita el camino intransigente del geométrico ferrocarril, un camino rotundo, un ansia cobarde. La duda, en cambio, tiene su derrotero dibujado en el errabundo aleteo de un colibrí.
Permitirse dudar es el patrimonio del pequeño filósofo agazapado en el corazón. Es una tierra quebrada, pero cuyas grietas esconden subterráneos ríos.
"Reconcomio" es la palabra musical que designa esta agitación moral cuando la duda se filtra. Reconcomio es lo que siente aquel que pensando hacer lo correcto por atávicas costumbres se detiene a cuestionarse; es lo que nace en la piel del saliente bachiller al presentársele la elección de su profesión; es el aguijón socrático.
Escribe Lessing que si Dios le presentara en una mano la Verdad y en la otra  el impulso que mueve a ella, siempre elegiría la segunda. Supongamos que esto sucede. Al recibir este don, Lessing necesariamente habría de dudar del Donador mismo. Pues el Donador es la Verdad. Pero un secreto poder lo atraería a él, como los planteas que caen, tras incontables vueltas, al centro de donde surgieron.
Me gustan las personas que dudan sinceramente, pues el orgullo les es ajeno y se visten con la indumentaria de la honradez.

jueves, 3 de enero de 2019

Problema y misterio en la amistad.


Gabriel Marcel distinguía entre un problema (situación que tiene una respuesta objetiva, o más o menos objetiva) y un misterio (interrogante ante la cual no podemos responder objetivamente, pero que se impone con el hierro de la existencia). Una solemne tradición filosófica reputó esto último de pseudoproblema, falso problema. Y efectivamente lo es. Pero no por ello desmerece nuestra atención. Uno de estos misterios es el de la amistad. El desear el bienestar a otro, por el mero hecho de hacerlo, sin egoísmo solapado, sin ardides, tiene algo de inexplicable. El recordar en una noche de ceniza y desear felicidad para otro, y con ello, hacer florecer la felicidad en el propio corazón: en eso consiste el misterio. Puede aplicársele a esto lo de aquel famoso soneto:

"No me tienes que dar porque te quiera,
 pues aunque lo que espero no esperara,
 lo mismo que te quiero te quisiera."

Razón tenía Séneca al afirmar que "El amigo se ha de poseer en el corazón y el corazón nunca está ausente".