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lunes, 8 de febrero de 2016

Libelo contra la poesía.

La poesía no es siempre una cohabitación de espíritus. A veces es un diálogo solitario, monológico: individualmente difuso. Sin intenciones ni pretensiones, altisonante, trastabillante, cacofónica y lisiada, la poesía más fea, la que no pretende belleza, la personal, a veces es la verdadera poesía. Mas no siempre. Los engendros que pare la falta de inspiración, endriagos tartamudos prohijados por el llanto patético y la desesperación asistemática, son horribles. Ni el lector más desavisado encuentra en ellos minucia fugaz de belleza. Pero hay algunos bienhadados versos que, como accidentes de un caos previsualizado, propulsos como enanas blancas, brillan con propia luz. Después de esos versos, el poetastro puede respirar aliviado, por que, al final, la vida es más compleja que una flor, y tal vez sólo un Dios ciego con su paralítica omnipotencia (recordemos la paradoja de Russell) podrá darnos su aquiescencia ante tan mounstrosa actividad como es la poesía.