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sábado, 5 de octubre de 2013

Sobre si puede desenamorarse uno por el mero uso de la razón.


Nota previa: Aquí sólo propongo un posible análisis para esclarecer el sentimiento de enamoramiento y así sobreponerse poco a poco a él. Aunque mi tendencia personal es ésta, no soy nadie para ponderar el uso de la razón sobre los sentimientos. Otra cosa que haré notar es que distintingo entre amor y enamoramiento. El amor, en todos sus niveles es harto más complejo y no lo trataré en mi texto.

Por enamoramiento entiendo aquel sentimiento involuntario consistente en un fuerte deseo por una persona, y que procura reciprocidad, dada o pensada la cual resulta la felicidad desbordada del enamorado,  y quitada o pensada como insatisfecha resulta en su tristeza.
Las causas químico-biológica de su aparición son tema que no me atañe. Mi labor sólo consistirá en esbozar cómo se manifiesta mentalmente.
Para facilitar la exposición, inventaré (la literatura lo permite) una enamorada. Su nombre será Marcela, como la enamorada de Grisóstomo (Quijote, Cap.  XIII), que, para estos efectos, poco importa su constitución física y espiritual, sólo hemos de saber que es bella y tiene ciertas gracias y dones.
En primer lugar, vemos a Marcela y acaece una especie de prendimiento involuntario; nos parece de una hermosura inigualable y es ahí cuando se manifiesta la primera proyección.  Marcela es igual a Belleza, y Belleza es igual a Bondad y a Verdad (la triada ontológica de Platón).  Del plano estético pasamos al moral y del moral al epistemológico
            Hasta este punto la enamorada sigue siendo un símbolo de perfección, es una Idea. Falta confrontar esta Idea con la realidad o, como quien dice, hablarle. Si no le hablamos y de ello no se sigue ninguna tristeza, no hay razón para hablarle.
Supongamos que de no hablarle si sigue una tristeza: le hablamos (el éxito  de las primeras tentativas es totalmente impredecible). En el primer encaramiento, la Idea de la enamorada y la enamorada real pueden no diferir, pero, necesariamente, ha de irse modificando nuestra Idea con el paso del tiempo.
            Ya hemos pasado varias conversaciones con Marcela y, aunque su Idea se ha modificado un poco, los datos empíricos que ahora poseemos de ella han enriquecido dicha Idea, o, por lo menos, no la han mermado. En estos momentos es cuando comienza la tarea de buscar la reciprocidad amorosa, de lo cual no hablaré en este texto. (Puede inquirir, caro lector, consejo en mis dos primeros textos de “Trilogía de manuales para el poeta neófito”). Ahora bien, supongamos, como en la historia del Quijote, que Marcela no nos corresponde. Como sabemos, de la no correspondencia amorosa se sigue la tristeza, pero no queremos estar tristes (1). Después de todo larguísimo este preludio, es aquí donde entra el análisis racional para desterrar el enamoramiento, causa de la tristeza.
            Berkeley, influenciado por Locke, entendió que no hay nada en una cosa que no sean sus propiedades. Si le quitamos a una manzana su color, sabor, forma, etc… no nos queda nada; no hay ninguna substancia debajo. Sin embargo, podemos creer que si a Marcela le quitáramos todas sus propiedades, todavía habría una “Marcela” substancial a la cual amar. Nos resistimos a pensar que suceda lo mismo que con la manzana, pero no hay razones fundamentadas para sostener tal intuición. Pensamos que incluso si Marcela cambiara el color de su cabello o aprendiera a bailar o lo que sea, la seguiríamos amando, pero lo que sucede es que tenemos una idea errónea de lo que es Marcela. Marcela es un conjunto de propiedades, de las cuales unas pueden cambiar sin afectar el concepto general de Marcela. Hay un cierto tipo de propiedades esenciales que hacen a Marcela ser Marcela (vaya Dios a saber qué quiere decir esto).
            Las propiedades tienen distintos tipos de relaciones, a las cuales yo llamo acciones.  Por ejemplo, a la relación que tiene la propiedad de ser un lápiz con la propiedad de ser un papel, se le llama escribir (este es un ejemplo demasiado generalizador, puesto que ser lápiz consiste en tener varias propiedades, al igual que ser papel, y la relación en que se encuentran es de contacto directo y movimiento, entre otras cosas)
            Tenemos pues, que Marcela es un conjunto de propiedades y relaciones o acciones (2). Cuando nos enamoramos, nos solemos enamorar de las propiedades. “Qué bella es Marcela, tiene cabello de plata y manos de aurora” decimos, refiriéndonos a sus propiedades; pero, si consideramos el asunto con detenimiento − que es para lo que escribí este texto −  nos daremos cuenta de que, por más idealistas que seamos (en un sentido un poco peyorativo)  es imposible amar solamente a las propiedades. Uno no cohabita con las propiedades per se de otras personas, Toda propiedad siempre se da en una relación, esto es, siempre se convive con las acciones.
            Llegado a este punto podemos ir dilucidando si nuestro enamoramiento es totalmente justificado. Si amamos sus ojos, sus manos, su cabello, etc… Estamos viendo las cosas mal. En esta situación no es más diferente amar a Marcela que a una quimera. Por tanto, si no tenemos contacto con las acciones de Marcela, podemos tomar nuestro enamoramiento por simples imaginerías y desterrarlas con el plumero de la razón. La imaginación en este punto juega un papel pernicioso, pero antes de explicar su funcionamiento al respecto, diremos qué sucede cuando se logra saltar del enamoramiento de las propiedades al de las acciones.
            En el cotidiano “estar-juntos” (3) con Marcela − que es lo que habría de ocurrir si conseguimos su amistad o si el enamoramiento deviene en relación amorosa (pero recordemos que la premisa de este texto es que hay un rechazo palmario por parte de la persona amada) −  estaremos impelidos a enfrentarnos con sus acciones particulares, la cuales, a la postre, modificarán la Idea que tenemos de ella, positiva o negativamente. Si la modifican negativamente, miel sobre hojuelas, la Idea perderá vigor y con ella el enamoramiento. ¡Si no, es hora de utilizar todo el poder de la razón!
            El motivo por el cual el enamoramiento sigue actuando es que se nos ha colado por un intersticio de la mente el líquido maravilloso y funesto de la imaginación. La imaginación (lo supusieron los racionalistas y, después de ellos, Kant) no dejará de tentar al entendimiento y a la voluntad con objetos inexistentes.  En este caso, el objeto inexistente al que nos impulsa es "la correspondencia amorosa de Marcela”. Esto, como sabemos,  tiene existencia actual, pero la imaginación lo coloca como algo posible en sentido moral, en el futuro. La esperanza, ese vicio para Séneca y Spinoza, es la raíz de nuestra tristeza. Así, debemos proscribirla totalmente, sabiendo que nada conocemos del futuro y que cualquier pretensión a imaginarlo es vana.
            Estando concientes de ello, la Idea perderá fuerza con el tiempo y el enamoramiento se irá (o no). Al final, si todo esto no sirvió, usted, caro lector, será la más desgraciada persona del planeta, pero aún puede ser poeta.

(1)   Victor Hugo decía que la melancolía es la felicidad de estar tristes. Para el poeta o el filósofo es productiva la tristeza. Pero hablando en términos generales, nadie la desea naturalmente.
(2)   Cuando ella corre, lee, habla, etc. está disponiendo sus propiedades de tal manera que dicha disposición se manifiesta en una acción.
(3)   Horrible término, pero lo utilizo para no repetir “convivencia”

Gonzalo G.T.

4 comentarios:

Jimm dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Jimm dijo...

Hola querido Gonzalo.

(Partí este comentario en tres porque hay un límite de caracteres. Parte 1 de 3)

Prometí una respuesta pronta en cuanto leí tu artículo. Me faltaron unos párrafos finales, dejándolos para después, y ya no la pude enviar al momento, y qué bueno, pues releyéndola me doy cuenta que escribí pura metafísica de la mala, quizás por leer –y tener que leer– mala metafísica en demasía últimamente (o quizás porque soy, quiero ser, metafísico y soy malo).
“¿Qué es el enamoramiento si no metafísica?”, podría alguien preguntar, y le podríamos responder que sólo si tomamos la palabra “metafísica” en sentido amplio; en efecto el enamoramiento parece re-significar el mundo –la plena totalidad de nuestro ser–, pero decirlo es ya mentira por anticipado: enamorarse nada tiene que ver con ciertos significados; estos ocurren por accidente como las nubes de vapor de las locomotoras formando figuras. Enamorarse tiene que ver más con imágenes, pero tenemos que ampliar nuestra idea de “imagen”; tiene que ver con unos colores, siluetas, reiteraciones, danzas, lugares, olores, sabores, e infinitas correspondencias más que nos re-presentan de nuevo a nuestra enamorada. Me acuerdo, ahora, del hermosísimo poema de Borges llamado “Trofeo” (aunque su título es ya un guiño), y reitero que “imagen”, en el único sentido en que podemos usar esta palabra para el enamoramiento, tiene que ver con unas vivencias de verdad vívidas; con el anaranjado de aquella tarde a través de los cristales del vagón, yéndome de su casa, idilio... en fin, cosas que no tienen sentido si uno no está enamorado.
La imagen, así, no es mera imagen; sería mejor llamarla, como dices: Idea. Pero la Idea es un mundo completo y total; y en este caso, un universo en el cual ambos, mi enamorada y yo, estamos: la idea más feliz posible, “¡vivimos en el mismo universo!”. La idea sólo puede serlo por ser universal en su singularidad; y, además, por ser fugaz, por írsenos de enfrente del rostro como un hálito que a veces forma otras bellas figuras al desfigurarse. Pero, en el enamoramiento, la idea de Ella sólo puede dar paso a la idea de Ella. Y así, Ella es la Idea que abarca todas las ideas (como pensó Platón de la del Bien), pues Ella está en todo y, como bien dijiste, como bien, belleza y verdad, la verdad que grita y susurra “¡yo te amo!”, pues la amo, pero “la amo” siempre es mentira cuando simplemente se dice o se piensa, mas ¿qué enamoramiento lo sería si no gritara esa posible y casi absoluta mentira?
Antes de continuar otra vez haciendo metafísica de la mala (para lo que el enamoramiento da tanto), y para tocar lo que trataste –la posibilidad de desenamorarse por la razón–, bien, pues te confieso que yo creo (y es mi dogma) que no se puede. Todo estar enamorado es “tonto” o, si somos piadosos con nosotros mismos, “ingenuo” en el sentido de regresar al genos, al origen; su ingenuidad consiste, creo yo, en querer permanecer para siempre en ese bello origen, el origen de la belleza, de la verdad, del bien, Todo Ella. “Ella es todo, y no me importa estar enamorado vanamente”, dice el enamorado, pues estar enamorado es querer estar (aún más) enamorado, y el dolor de estarlo es sólo nuestra actitud reflexiva ante el asunto (ante ese querer inevitable que sólo nos traerá problemas). Así, si somos filósofos, estar enamorados siempre será una tristeza pues –reflexionaremos– nunca estaremos lo suficientemente próximos con nuestra amada, hasta el grado de hacernos daño al acercarnos cada vez más, como bien notó Lucrecio, y tratar nuestra condición como una enfermedad.

Jimm dijo...

(Parte 2 de 3)

Y es que ante la enfermedad buscamos soluciones reflexivamente, y así lo hacemos con el enamoramiento que nos duele por pensarlo en la lejanía, en la no correspondencia; pero yo os digo que no hay solución, nos duela o no (y, pensándolo bien, el sentir de enamoramiento es todo menos una cuestión “reflexiva”, aunque quizás siempre al trasladarlo a las palabras, aunque éstas fueran poesía, ya sea reflexión; una reflexión que nunca es pura). Puede darse que el enamoramiento acabe en el amor, pero eso no es solución alguna, al contrario, es complicación; complicación que ahora, para colmo, subsistirá por pura voluntad.
Pero como no hemos llegado a ese feliz o (generalmente) infeliz punto, sino que seguimos enamorados de nuestra chica sin ser pelados por ella, tratándonos de desenamorar o no, creo que el único término posible y pronto a nuestro adolecer es hacernos tan amigos de ella, y quererla tan de verdad (que acaso me atrevería a decir “amarla”) que ella se vea obligada a decirnos que no nos ama, lo cual, por supuesto, es injusto para ella, pues parecería que la abandonamos con la carga de toda la responsabilidad de los sentimientos en juego; pero esa injusticia se da sólo en apariencia, pues ¿por qué hemos de ser consecuentes con ella más que con nosotros mismos?
Aquí se me asoma la que quizás sea la única racionalidad posible en estos casos, la “sagacidad” (que por cierto Kant despreciaba por no ser reducible a la razón pura práctica). El “entrar en juego”, el “hacerte mía” y así “atentar contra ti” pues “es posible que ya no seas la misma”. El olvidarme de esas cualidades originarias tan básicas “con las cuales te conocí y a las cuales me aferré en un principio como si se trataran de tú misma”. Esta será la prueba máxima. Quizás los enamorados experimentados (es decir, los menos listos, los que humanamente caemos nuevamente por la misma...) sabrán que aquí se esconde una paradoja; que “tú, no por Idea, sino por Persona, no eres todo aquello que apenas pienso de ti, pero a la vez sólo por lo que pienso de ti me gustas, me gustas casi hasta la locura, y seguramente hasta el insomnio; pues he pasado noches enteras en vela tan sólo por pensarte, por seguirte pensando”. Entrar en juego es lanzarse al abismo. Al principio hay como un puente que atraviesa el profundísimo cañón, pero de un lado está el “perderte”, y del otro el “perderte”, y hay que arrojarse o caer, pues el puente se desbarata.

Jimm dijo...

(Parte 3 de 3)

Mas con la mente más fría veo que esta perspectiva sólo me lleva a la pérdida y a la perdición; lo que tengo que hacer es “construirnos”; “entrar en juego hacia ti contigo”, dejar la cobardía y el miedo. Y así, tal vez, “perderte de veras”, y quizás, con el tiempo, “desenamorarme de ti al fin”.
Aquí se asoma otra paradoja: los que de verdad “saben jugar” no buscan ganar. ¿Acaso el “jugar” se ha convertido ya en su “forma de ser”? Probablemente, pero eso es, nuevamente, patético. Permítaseme entonces decirle a ella (cuya identidad no es relevante aquí): “hace no mucho me enamoré de ti, y cuando al fin ya no estaba enamorado, cuando al fin ya sólo veía tu ternura irresistible, luminosa, cuando el aire se llenaba del sonido de tu voz y tu entonación niña y me daban unas ganas infinitas de besarte en ese aquí, en aquel ahora, pero no estaba enamorado de ti, tú me hablaste de tu enamorado. Y él me repugnó casi hasta la nausea; era tan inseguro que quería extender su ser a tanto y a tantas, y lo peor era que extender su ser era ya su ser, su forma de ser. Entonces vi, quizás no tan claramente, que el extender el propio ser no es amar, ni estar enamorado, ni nada; que todo enamorarse es ser, es ya ser; y el esperar sólo es la sombra de ese ser que es mí ser en el universo en el que existes.”
Epistemológicamente la correspondencia siempre me ha parecido precaria, insostenible; el momento de la medición corroborada como “exactitud”, como “evidencia plena”, es sólo el destello accidentalmente bello de lo que realmente es, de lo que realmente soy, de una realidad lejana “bajo la piel”.
Existencialmente “estamos a ni un átomo de distancia” (solía decirle a... y me parecía el pensamiento más fascinante que existido hubiera), lo cual también nos dice “hay que tocar”, ¡el amor (ya) es contacto! (y recuerdo a Isolda, más que a Tristán, y el filtro mágico y accidental); contacto en alguno de los infinitos modos posibles reales (y aquí se me difuminan las fronteras entre amar y enamorarse). “El que tú me ames me es esencial en el universo en el que existes”, pero toda esencialidad determinada es “un momento llamado a desaparecer” (dice Hegel), lo cual no nos dice otra cosa que “fijar el amor” es quedarme con la mano extendida mientras algo se me escurre entre los dedos; y así, no me queda más que la inmanencia de mi enamoramiento, la inmanencia de mi trascendencia hacia ella; “el camino infinito hacia ti donde, de alguna manera, ya estás conmigo”.

Saludos atentos.
Iván