Te movías por la madrugada. Eras una con la
callada garganta de la noche. Un maullido zigzagueante tropezaba con el muro y
huías de los requiebros masculinos. Amanecía y al sol se le extraviaban unos
rayos. El hambre saludaba en tu pellejo y en tus omóplatos como cardos
melancólicos. El desaliento te obligó a tragar la luz de la tarde, y ésta, sin
potencia alimenticia, se hospedó en la sombra de tu pelo y ahora eres carey.
Un
plato de sobras te esperó al día siguiente, y al siguiente, y al siguiente. Tu
maullido, que era más un rasguño suplicante en el silencio, que un maullido, te
acercó una mano a la cabeza. Ignorabas lo que era el amor, y tal vez aún lo
ignoras, pero has olvidado lo que es el miedo. Cicatrices extraviadas habitan
las veredas de tu piel, y se descubren ocasionalmente en el acicalamiento
diario, inocuas; o en el ritual de una caricia en donde se agazapa un ronroneo.
Antes
no era así, pero ya haces como si charlaras, y te burlas de mi humana
convicción de que estamos conversando. Luego cierras los ojos bajo el sol, y
eres ámbar y obsidiana sobre el concreto gris, y la hoz de tu pupila me mira al
pasar, con esa vaga expectativa animal de la bendita indiferencia.
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