Cada día se siente más solo. Cada día se aísla más y más. Ha perdido el deseo de realizar sus proyectos. La vida le parece una sucesión de promesas desplazadas. Tiene noticia, por el internet, del dolor del mundo. Pero saberlo lo paraliza. Ha perdido la fe en el progreso de la humanidad y también en su propio progreso. Intenta rescatar una planta marchita que tiene en su baño desde hace varios años. Es un trébol que nació inopinadamente después de terminar una relación sentimental. Ahora añora y teme conocer personas nuevas. Sus amistades le responden ocasionalmente los mensajes, pero ninguna toma la iniciativa para hablarle. Y se da cuenta de ello. Cada noche es parecida a la anterior, y lo mismo cada día, cada mañana. Despierta temprano, desayuna y se vuelve a dormir. Al medio día da dos pasos a la cocina, se prepara otra comida, y toma otra siesta. En la noche malgasta su atención en un rosario infinito de videos en internet. Los breves clips de gatos y capibaras son lo único que le saca una sonrisa. Sale de casa únicamente para hacer las compras. A veces se la topa con su casera. "¿Cómo está? Muy bien, gracias –responde–. Hasta luego". Paulatinamente, sin darse cuenta, camina más encorvado. Su piel resiente su mala alimentación. Fue al dermatólogo hace algunos meses; no compró ninguno de los medicamentos que le recetó. Eran demasiado caros y su rostro llevaba más de dos años sin tener contacto con otro rostro, tal vez así seguiría por tiempo indefinido. Él no es un pesimista cínico; reconoce que existe belleza en el mundo y que hay valores dignos de lucha, pero ninguna de esas dimensiones atraviesa su frágil existencia en una esquina del plano cartesiano. Aunque se ha hecho una opinión modesta de ciertos laberintos del mundo, reconoce la futilidad de todos sus actos y ha renunciado al intento de heroísmo cómico que da la esperanza. No se siente especialmente útil para nadie ni para nada, aunque se sabe capaz de resolver problemas, suyos y ajenos. Nada ni nadie dependen de él. No se ha suicidado porque sabe que un par de personas se entristecerían por ello: su mamá, su papá, alguno de sus amigos, tal vez. Vivir para que otros no estén preocupados por uno es una intensa tarea. A veces fantasea con ganar la lotería, aunque nunca compra billetes, e imagina que su vida sigue más o menos igual, pero con una preocupación menos. Es desempleado y no sabe qué tipo de trabajo le gustaría, pues todos le parecen injustos artificios para alargar la existencia. La última pesadilla que tuvo consistía en que olvidaba que había sido contratado para un trabajo; treinta minutos antes de su hora de entrada lo llamaban y él se debatía entre la angustia de ir sin haberse bañado y llegar una hora tarde o simplemente no ir. Se despertó a las 4:30 am y caminó en círculos en su habitación, vios reels en internet y se acostó. Cuando está aburrido, escanea libros, los transforma en formato PDF y los sube a páginas de piratería. Nada gana con eso, nadie sabe que lo hace, pero siente la necesidad de poner a disposición de otros algunas joyas literarias que encontró el librerías viejas durante sus años de estudiante. El último libro que escaneó se llamaba La filosofía como el pensar del mundo de acuerdo con el principio del menor gasto de energía, de Richard Avenarius. Nunca lo leyó, pero el título le gustaba. Era así como le gustaba vivir: de acuerdo con el principio del menor gasto de energía. Mientras escanea, escucha música de bossanova, y piensa que nunca tendrá oportunidad de platicar con alguien sobre el menor gasto de energía, pero así está bien. Platicar con alguien sobre eso implica un mayor gasto de energía. Recuerda sus clases de química y se propone aprender de nuevo la tabla periódica, por puro juego, pues no le dirá a nadie que se la sabe de memoria. ¿Cuándo dos personas que se la sepan de memoria coincidirán en la calle sin saber que saben? Esto se preguntaba mientras recibía el cambio de la muchacha de cabello pintado de rojo, la que atiende la panadería. A él le gusta la muchacha que atiende la panadería, por eso toma el camino largo cuando tiene que ir al Metro, para no verla. Sólo cuando tiene que comprar pan la ve. Pero comer tanto pan dulce le ha hecho mal a la salud y casi siempre toma ya el camino largo.
Datos personales
lunes, 14 de julio de 2025
viernes, 4 de octubre de 2024
El extraño caso de la enigmática paradoja de los pingüinos
miércoles, 13 de septiembre de 2023
Sí soy o el embellecedor memístico egoico
Quienes me conocen saben que las paradojas son de mis cosas favoritas, y ya he publicado en este blog alguna que otra. Este meme –pues el internet es pozo infinito de material para examinar– es un ejemplo muy bonito y digno de análisis.
El texto dice: “Ya fue mucho sí soy, ¿no?
Ya hace falta un sí fui”. No es desconocido para el internauta promedio
la dinámica de comentar o adjuntar a un meme la expresión sí soy, para
indicar que el que publica el meme se siente identificado con la situación
planteada. En la mayoría de los casos, el meme es despreciativo y muestra o
describe alguna acción irracional, absurda, poco sana, inusual, etc. Por
ejemplo, un meme puede mostrar algún animal en un estado deplorable, y el que
lo comparte añade sí soy (o su variante soy yo o simplemente yo)
para mostrar que su estado emocional concuerda o se ve representado con la
imagen. El arrogarse dicha descripción es parte de la gracia que tiene esta
dinámica. Llamemos a este contenido metamemístico “embellecedor egoico”.
El
meme de nuestro análisis, que exhibe un zorro (del capítulo 2° de la caricatura
Coraje, el perro cobarde) en posición de palmario éxito, quiere
invitarnos a cuestionar el uso del embellecedor egoico. Burlarse del propio
dolor puede tener un efecto terapéutico momentáneo, pero también puede llegar a
banalizar un problema serio de fondo. A lo que nos exhorta el meme es a
reconocer que, aunque hayamos sido, ya no somos ese dolor. No se
trata de solapar el sufrimiento con una máscara de carnaval, sino de
reconocerlo precisamente como algo que ya no es más y no tiene por qué serlo en
el futuro. Se trata, pues, de un meme que invita a la autosuperación por medio
de nuestro uso del lenguaje en las experiencias memísticas.
Ahora
bien, hasta aquí la exégesis psicológica, ahora le toca su lugar a la lógica.
Supóngase que publico ese meme y le adjunto el susodicho sí soy. ¿Qué se
entiende por ello? Se entiende que ya no soy de las personas que inscriben el sí
soy a los memes que publica. Pero si acabo de publicarlo con dicha inscripción…
¡Contradicción! Sin embargo, si publico la imagen y le escribo sí fui,
significa que ya no soy el tipo de personas que escribe sí fui, sino que
volví a la práctica de escribir sí soy en los memes. ¡Pero si acabo de
escribir, en primer lugar, sí fui! Este meme, por tanto, se resiste a
ser etiquetado con nuestro embellecedor egoico. ¿Y si probamos ambas
alternativas? Supóngase que publico el meme con la leyenda sí soy y sí fui.
Debo decir que, si el razonamiento anterior fue abstruso, este resulta aún más
denso y ni siquiera me apetece seguirlo. Digamos, simplemente, que la conjunción
de dos contradicciones no puede traer nada bueno.
Casi
para terminar, debo admitir que hasta ahora he sido algo tramposo. He venido
interpretando el meme como “Escribí sí soy [siempre y en todos los
memes]. Ahora escribo sí fui [siempre y en todos los memes]” La paradoja
se desvanece si consideramos que uno no tiene que comprometerse con escribir siempre
sí fui o sí soy. Puedo decir simplemente sí soy aquel que
antes escribía “sí soy” en los memes, pero ahora escribe sí fui (no en este,
sino en otros). Pero esto es menos divertido.
Con
todo lo anterior en mente, ya puede usted reflexionar con tranquilidad si sí
es, fue o será los memes que publica.
miércoles, 2 de agosto de 2023
A la gata Tintina
Te movías por la madrugada. Eras una con la
callada garganta de la noche. Un maullido zigzagueante tropezaba con el muro y
huías de los requiebros masculinos. Amanecía y al sol se le extraviaban unos
rayos. El hambre saludaba en tu pellejo y en tus omóplatos como cardos
melancólicos. El desaliento te obligó a tragar la luz de la tarde, y ésta, sin
potencia alimenticia, se hospedó en la sombra de tu pelo y ahora eres carey.
Un
plato de sobras te esperó al día siguiente, y al siguiente, y al siguiente. Tu
maullido, que era más un rasguño suplicante en el silencio, que un maullido, te
acercó una mano a la cabeza. Ignorabas lo que era el amor, y tal vez aún lo
ignoras, pero has olvidado lo que es el miedo. Cicatrices extraviadas habitan
las veredas de tu piel, y se descubren ocasionalmente en el acicalamiento
diario, inocuas; o en el ritual de una caricia en donde se agazapa un ronroneo.
Antes
no era así, pero ya haces como si charlaras, y te burlas de mi humana
convicción de que estamos conversando. Luego cierras los ojos bajo el sol, y
eres ámbar y obsidiana sobre el concreto gris, y la hoz de tu pupila me mira al
pasar, con esa vaga expectativa animal de la bendita indiferencia.
viernes, 21 de julio de 2023
La importancia de tener la razón
martes, 20 de junio de 2023
Sin título
Mientras revisaba mis escritos privados, encontré estos dos. Desesperanzados son ambos, y sobre ambos quisiera reflexionar hoy.
El primero es un poema hecho al puro sentimiento, sin título:
pues, ¿qué otro lugar
tenemos los descorazonados
para vivir?
No hay futuro,
nunca lo hubo,
es un invento de la ficción,
para hacer del no ser esperanza.
Pues sólo ahí ocurre
el milagro del pensamiento,
esa cosa rara, tan normal,
tan onerosa.
Recorro con lentitud
la telaraña de mis traumas.
Dicen que al menos un recuerdo
habrás tenido si amas.
Y es que el mundo
es un hormiguero de recuerdos.
Todo haber sido.
Todo pasado.
Y todo frustración,
por seguir siendo
sin llegar nunca a ser
completamente.
sábado, 27 de mayo de 2023
¿Qué significa ser raro?
Entre mis amigos, cuento varios que calificaría
de raros, y entre ellos, hay también quienes me darían el mismo epíteto. Sin
embargo, nadie es absolutamente raro. Decir que alguien es raro es aplicar una
sinécdoque, esto es, predicar del todo (la persona), lo que sólo le corresponde
a una parte (una acción, un gesto, un gusto). Hay, pues, actitudes o acciones
raras, pero no personas raras per se. Podría decirse que alguien
totalmente impredecible es, como persona en su totalidad, rara, pero me parece
que alguien así superaría el umbral del concepto. Un individuo cuyas acciones
nunca pudiéramos adivinar resultaría amenazante y lo calificaríamos, más bien,
de anómalo o loco. La rareza, en cambio, es algo que se equilibra, sin terminar
nunca de caer, en la punta de un alfiler. Lo raro no puede ser cósmicamente
destructivo, iconoclasta o absurdo. No existe lo sublime raro. Es algo más
humilde, que se esconde en las jerarquías y las normas y que saluda inopinadamente
en las esquinas de la experiencia. A veces es bello. Pero todavía nos queda la
pregunta de qué queremos decir cuando expresamos que alguien es raro. La única manera
que se me ocurre para esclarecer lo anterior es por la vía autobiográfica, y ahí
vamos.
No
me gusta el aguacate, la jícama, los dulces picantes, la cerveza, los cigarros
ni otras sustancias narcóticas o estimulantes; tampoco la música estridente,
las luces de neón o los olores fuertes; menos aún los corridos, los pantalones
ajustados o los lugares extremadamente soleados, calurosos o caóticos. En
contextos, como los son algunos que frecuento, donde todas estas preferencias
son moneda corriente, y cuyas actividades sociales están organizadas en torno a
alguno de estos gustos, yo soy raro. Pero si en mi comunidad fuera lo normal
que la gente no comiera aguacate, etc. etc., entonces sería normal. Asimismo,
yo, que estudio filosofía, soy raro si estoy entre personas para quienes las
humanidades son una especie en peligro en extinción; pero soy normal entre escritores,
libreros, artistas, etc. Soy raro si me gustan los espacios especialmente
limpios, mientras que la mayoría de las personas se siente cómoda trabajando
entre migas. O si me gusta raparme, mientras que la industria de los champús
crece cada año. Pero soy bastante normal si suelo comer fritangas en la calle
sin enfermarme del estómago. Y soy raro si tengo un hermano gemelo en la Ciudad
de México, pero no lo sería si viviera en Cândido Godói, Tierra de Gemelos.
Con
lo anterior se ve cómo ser raro implica un marco de referencia que llamamos normalidad,
es decir, no se puede ser raro en el vacío. A esto podríamos agregar que la
desviación es de grado y no de naturaleza. La normalidad es un ideal regulativo
del que todos nos alejamos más o menos, y según los criterios con que se evalúe
este alejamiento es que juzgamos a alguien de peculiar. Por ejemplo, si el
criterio es “A todos les gusta ir a la playa” y yo la aborrezco de tal modo que
rechazaría una invitación a cambio de otro tipo de salida, entonces soy raro. Aquí
el criterio relevante no sólo es el gusto o no por la playa, sino las acciones
que tomo al respecto. Si aceptara la invitación, incluso sin que me
entusiasmara, tal vez no sería tildado de raro. Habrá otros criterios que sólo evalúen
el gusto sin más, o la acción. De cualquier modo, uno puede ser bastante normal
en ciertas dimensione y raro en otras, y dentro de estás puede serlo poco o mucho.
La
mayoría de las personas que se han asumido en alguna dimensión de su vida como
raras, suelen sentirse orgullosas de sus peculiaridades. Esto es curioso,
porque difícilmente uno elige sus rarezas. Al menos yo no he elegido las mías. Incluso,
a veces, se sufre por ellas, subrepticia o abiertamente, y se preferiría no
tenerlas. Por ello es totalmente comprensible que uno busque revalorizarlas y
darles un cariz positivo, sobre todo porque la desviación del criterio, de la
que hablaba hace un momento, implica, en muchas ocasiones, una valoración
negativa por parte del sujeto perteneciente a la normalidad. El caso aciago
resulta cuando el sujeto asume su rareza como virtud insólita y juzga a las
personas con base en ella. La excepcionalidad del santo también puede tomar
formas demoniacas. En todo caso, y sin querer ser moralizante, diré que, si
bien nuestras rarezas nos hacen coloridos, en lo más íntimo compartimos más de
lo que nos diferencia, o como diría Borges, “nuestras nadas poco difieren”.
miércoles, 5 de abril de 2023
Sobre por qué deberíamos dejar de usar la idea de destino. O: el destino es un desatino, carnal.
En plática estimulante con personas bonitas, se
me ocurrió que mi postura sobre lo que es el destino se inclinaba hacia un vago
e indiferente escepticismo. Este ensayo es un intento por esclarecerme, y en
ultima instancia rechazar, la idea de destino, tal y como se usa –así de
confusamente y todo– en la vida cotidiana. Mi postura consiste en que las
razones que tenemos para rechazar tal idea, más que metafísicas o existenciales,
son de carácter ético-político.
Pero
para desconfundirnos un poco, vale la pena iniciar diciendo qué entendemos por
destino y hacer algunas clasificaciones. Normalmente se lo concibe como una
especie de fuerza que guía o dirige nuestras acciones. Si esta fuerza se concibe
como natural, la podemos bautizar como determinismo: postura filosófica
que afirma que toda acción nuestra está determinada causalmente por otro suceso
anterior a ella. Sólo los filósofos y los científicos, cuyos hábitos de
pensamiento han sido formados y deformados por el prurito de dar razón de todo,
suelen adscribirse a esta teoría. Pero, ahora bien, si la susodicha fuerza se
concibe como sobrenatural, tenemos el fatalismo, que puede resumirse en
la frase: ¡Sabrá Dios por qué hace las cosas! En efecto, sólo Dios sabe por qué
hace lo que hace, y está entre sus pasatiempos predilectos el saberlo sin contarle
a nadie. Y si usted es ateo, el nombre “Dios” puede ser sustituido por el de
cualquier otra entidad sobrenatural que tenga potestad sobre las vidas humanas,
o por alguna entidad impersonal que no sabe lo que hace ni por qué lo hace ¡y
menos habrá de decírselo a nadie!, pero cuyo hacer sobre las cañas pensantes
que somos nosotros, es inapelable. O tal vez el verbo “hacer” ni siquiera hace
justicia a la forma en que actúa o influye esta fuerza cósmica, pero esto no es
relevante aquí.
También
podemos distinguir entre el destino concebido como motor o como meta.
Los casos hasta ahora discutidos entran dentro de la primera categoría. El
destino mueve al hombre a donde sea que lo esté moviendo. Pero, ¿y si es
el hombre el que se mueve solo, sólo que con cierto objetivo predeterminado (a
sabiendas o no)? Aquí tenemos el destino como finalidad. Podemos llamar a esta
última versión: sino. Cuando una persona cumple su sino, significa
que ha llegado al punto que le fue asignado (la similitud entre sino y asignado
es adrede). Mucha gente piensa que, independientemente de cómo se desenvuelva
en sus circunstancias particulares, llegará a alguna situación específica en su
vida o le sobrevendrá algún acontecimiento puntual (un ejemplo paradigmático de
esto es el calvinismo). El contenido de esta situación o acontecimiento puede ser
más o menos determinado, como, por ejemplo, “ganar el premio Nobel de Economía”,
o indeterminado, como “ser feliz” o “gozar de la bienaventuranza eterna”.
También puede ser dichoso, como los ejemplos antedichos, o aciago, como el
destino trágico del que hablan los dramaturgos griegos. Puede ser parcial,
dentro de un destino aún mayor, o total: el destino final, final, ahora sí el
último, como en las películas de Destino final 1, 2, 3, 4,
5, y las que vengan después, que es final justo por la rotundidad que
tiene la muerte. Seguimos: puede ser personal, como en los ejemplos aducidos
hasta ahora, o colectivo o universal (postura cara a hegelianos y marxistas);
así, se habla del destino de una nación o de la humanidad. Otras modalidades se
podrían agregar seguramente a nuestra clasificación de hados, aunque por ahora
se me escapan.
Pues
bien, hecha esta taxonomía, podemos pasar a la problematización. La discusión
sobre la existencia o no del destino suele tomar la forma, como muchas otras
discusiones, de una balanza. Dos posturas: existe o no. Si existe, ¿cuál es su
naturaleza?, ¿de qué manera se manifiesta?, ¿es compatible con la libertad? Si
no existe: ¡Albricias! Somos libres y podemos hacer lo que queramos. Sin embargo…
¿y si el destino no es algo que se adopte o a lo que uno tenga que doblegarse,
sino algo que se invente? Esto puede entenderse de dos maneras. Expresiones
como “Soy forjador de mi propio destino” o “tú diriges tu propio destino”, en
principio, implican que el destino no existe y, más bien, se utiliza la palabra
como sinónimo de “camino de vida”, “flujo de acontecimientos en tu vida” o
ideas similares. La otra interpretación es que el destino es como una fuerza
magnética, que influye pero no obliga. Los humanos tenemos la prerrogativa de
la rebeldía y, sea cual fuere el destino que tengamos asignado, siempre
podremos modificarlo o apartarnos de él.
Mi
postura radica no en rechazar la idea de que existe un destino, o de que, si
existiese podríamos cambiarlo, sino en rechazar en bloque la dicotomía, quemar (o
derretir) la balanza. Y ahora va el porqué.
Si
bien una explicación de cómo es que ha llegado hasta nosotros la idea de
destino requeriría un rastreo histórico más allá de mis fuerzas intelectuales,
diré un poco sobre el papel que juega esta noción en nuestra vida y por qué
creo que es políticamente perniciosa en una sociedad meritocrática como la
nuestra. Aunque utilizamos la idea de destino como una explicación a priori,
es sólo a posteriori cuando adquiere todo su sentido. Alguien dice: “Me
gané el premio Nobel de Economía porque era mi destino.” Esta persona piensa
que ya estaba determinado que lo ganara, pero es sólo porque ya ha pasado, que
puede dar sentido a sus luchas, sus sinsabores, como escalones, todos dirigidos
hacia un objetivo augurado. Ya Schopenhauer decía que es sólo
retrospectivamente que nuestra vida se ve como una cadena de eslabones bien concatenados.
Así, el destino es un auxiliar narrativo para dar sentido a nuestra propia experiencia.
Pero puede pensarse, además, que es una forma de falsa modestia. Quien recurre
al destino como explicación de sus logros se descarga un poco de la
responsabilidad por sus propias acciones, aunque solapadamente se jacte de ser
beneficiario premium de las Moiras.
El
que, por el contrario, dice “Pese a mi destino, logré ganar el Premio Nobel”,
se haya en una situación ya descrita anteriormente: se adjudica a sí mismo todo
el mérito de sus logros; no se dejó doblegar por fuerzas superiores, sino que
ejerció su libertad plenamente. Pero las cosas no son todo blanco o negro.
Tanto el que dice “sigue tu destino”, como el que interpela “rebélate ante él”,
están haciendo juicios de valor implícitos. Para el primero, tu fracaso se debe
a que desoíste la voz (interior, exterior o de donde sea) que te debía dirigir
al éxito. Para el segundo, fuiste demasiado débil, pusilánime y te dejaste
arrastrar como camarón que se lo lleva la corriente. En ambos casos existen
actitudes de superioridad moral que deberíamos evitar, pues sólo revelan una
falta de empatía hacia las condiciones socioeconómicas, psicológicas y
emocionales de otras personas. Construir nuestra propia personalidad con base
en ideas de destino puede llevarnos a desolidarizarnos con otras personas para
quienes las condiciones externas o internas no han sido tan favorecedoras. Una
sociedad como la nuestra, basada en el mérito, consentirá la reproducción de
cualquier noción que permita construir narrativas como las anteriores, en donde
el éxito es una conquista individual y, por ende, también lo es el fracaso. Con esto no quiero decir que el concepto de
destino es una condición suficiente para crear una sociedad individualista,
porque seguramente habrá otro tipo de sociedades más comunitarias que también
lo utilicen. Mi punto es que la manera acrítica en que dicho concepto es asumido
por mucha gente, puede llegar justificar narrativas perniciosas.
Para
terminar, ya dije que puede concebirse el destino de manera colectiva. El resultado
de esto es más brutal de lo que parecería a primera vista, y por ello lo presentaré
casi silogísticamente. Suponiendo que existiese el destino de una nación, éste
habría de ser, no la suma de los destinos individuales, sino algo independiente
y superior, aunque es claro que el destino de algunos de estos individuos
podría ser parte constituyente o fundamentante del destino total de la nación (de
esta sugerencia proceden las teorías sobre las grandes personalidades, como la
de Carlyle, la cual, dicen algunos, fue utilizada por regímenes totalitarios como
sustento ideológico). Así, el Estado se vuelve una hipostasis, es decir, una
entidad distinta al conjunto de sus individuos, cuyo valor supera al de sus
componentes concretos. Está justificado, entonces, sacrificar y sacrificarse
–no sólo metafóricamente– en aras de un poder mayor y, en ocasiones, incomprensible.
Dios sive Estado (Dios o el Estado, ya no hay mucha diferencia). Saque
el lector las consecuencias de esto.
Para
terminar, me gustaría decir que no repruebo en sí misma la creencia en el destino,
en cualquier de las formas expuestas y aun en otras que no he logrado exponer. Sólo
quiero llamar la atención sobre cómo es que, si es adoptada de manera acrítica,
puede justificar fácilmente actitudes contrarias a la comprensión y solidaridad
comunitarias. Pero sólo Dios sabe por qué destina lo que desatina.
lunes, 2 de enero de 2023
La paradoja de la paradoja de Zenón.
DEMOSTRACIÓN: Para leer la demostración sobre la imposibilidad de leer la paradoja de Zenón, primero habría que leer la mitad de la demostración sobre la imposibilidad de leer la paradoja de Zenón, et cetera. Quod erat demostrandum (como dicen los chiavos spinozistas).
SUBCOROLARIO: Nunca podremos terminar de leer el corolario sobre la imposibilidad, et cetera, et cetera.
DEMOSTRACIÓN: et cetera, et cetera, et cetera. Quod erat demostrandum.
jueves, 25 de febrero de 2021
Dos adivinanzas consabidas
En mi tierna infancia se pasaba de boca en boca la siguiente adivinanza: "Agua pasa por mi casa, cate de mi corazón, al que no me la adivine, le doy un coscorrón". Misterio recóndito era el por qué pasaría agua por mi casa. ¿Habría algún tipo de riachuelo cerca? En un caso más infausto, ¿un drenaje? ¿Pasaba el agua por debajo o a un lado? Todas estas preguntas permanecieron sin respuesta, aunque no cimbraban de manera particular mi visión de la realidad. Otra cosa era el ignoto vocablo "cate". "¿Qué es un cate?" Preguntaba yo sin que nadie pudiera darme respuesta, y ¿por qué le pertenecería a mi corazón? Qué ensalmo o mágica virtud le había abierto al "cate" un lugar entre las cosas de mi íntima devoción sin que yo mismo lo notara? Años después, caí en la cuenta de que "cate" era el golpe o bofetada dada con alevosía y casi burlona tiranía a alguien, como en la oración "Su mamá le dio un cate por andar de irrespetuoso." Pero, ¿por qué mi corazón recibiría una bofetada? ¿Será una metáfora de alguna insólita palpitación, una arritmia pasional? En fin, al menos eso explicaba un poco por qué aquel que pergeñaba la adivinanza amenazaba con coscorrones al interlocutor vencido. Tal vez el cate del corazón pasaba a ser propiedad del otro, como una especie de inveterada maldición. Todo esto son suposiciones, cuya verdad, pienso, jamás develaremos.
Otro caso era el de la adivinanza: "Entra por el mar, sale por la garita. ¿Qué es?". Aquí no había amenazas perentorias, pero sí otro vocablo extraterrestre: garita. Gracias al diccionario descubrí que se trataba de una torre o casilla para los vigilantes. A pesar del esclarecimiento, otras perplejidades brotaron: ¿por qué alguien entraría por el mar y saldría por la garita? ¿No parece más lógico que fuera al revés? Se entraría a la garita y se saldría por el mar. Y, salvo que la susodicha garita fuese algún tipo de portal, esto no tiene ni pies ni cabeza. El pasmo de este misterio no me ha dejado desde entonces y un paliativo sólo vendría de preguntarle a Margarita por sus extraños hábitos de traslación.

