En plática estimulante con personas bonitas, se
me ocurrió que mi postura sobre lo que es el destino se inclinaba hacia un vago
e indiferente escepticismo. Este ensayo es un intento por esclarecerme, y en
ultima instancia rechazar, la idea de destino, tal y como se usa –así de
confusamente y todo– en la vida cotidiana. Mi postura consiste en que las
razones que tenemos para rechazar tal idea, más que metafísicas o existenciales,
son de carácter ético-político.
Pero
para desconfundirnos un poco, vale la pena iniciar diciendo qué entendemos por
destino y hacer algunas clasificaciones. Normalmente se lo concibe como una
especie de fuerza que guía o dirige nuestras acciones. Si esta fuerza se concibe
como natural, la podemos bautizar como determinismo: postura filosófica
que afirma que toda acción nuestra está determinada causalmente por otro suceso
anterior a ella. Sólo los filósofos y los científicos, cuyos hábitos de
pensamiento han sido formados y deformados por el prurito de dar razón de todo,
suelen adscribirse a esta teoría. Pero, ahora bien, si la susodicha fuerza se
concibe como sobrenatural, tenemos el fatalismo, que puede resumirse en
la frase: ¡Sabrá Dios por qué hace las cosas! En efecto, sólo Dios sabe por qué
hace lo que hace, y está entre sus pasatiempos predilectos el saberlo sin contarle
a nadie. Y si usted es ateo, el nombre “Dios” puede ser sustituido por el de
cualquier otra entidad sobrenatural que tenga potestad sobre las vidas humanas,
o por alguna entidad impersonal que no sabe lo que hace ni por qué lo hace ¡y
menos habrá de decírselo a nadie!, pero cuyo hacer sobre las cañas pensantes
que somos nosotros, es inapelable. O tal vez el verbo “hacer” ni siquiera hace
justicia a la forma en que actúa o influye esta fuerza cósmica, pero esto no es
relevante aquí.
También
podemos distinguir entre el destino concebido como motor o como meta.
Los casos hasta ahora discutidos entran dentro de la primera categoría. El
destino mueve al hombre a donde sea que lo esté moviendo. Pero, ¿y si es
el hombre el que se mueve solo, sólo que con cierto objetivo predeterminado (a
sabiendas o no)? Aquí tenemos el destino como finalidad. Podemos llamar a esta
última versión: sino. Cuando una persona cumple su sino, significa
que ha llegado al punto que le fue asignado (la similitud entre sino y asignado
es adrede). Mucha gente piensa que, independientemente de cómo se desenvuelva
en sus circunstancias particulares, llegará a alguna situación específica en su
vida o le sobrevendrá algún acontecimiento puntual (un ejemplo paradigmático de
esto es el calvinismo). El contenido de esta situación o acontecimiento puede ser
más o menos determinado, como, por ejemplo, “ganar el premio Nobel de Economía”,
o indeterminado, como “ser feliz” o “gozar de la bienaventuranza eterna”.
También puede ser dichoso, como los ejemplos antedichos, o aciago, como el
destino trágico del que hablan los dramaturgos griegos. Puede ser parcial,
dentro de un destino aún mayor, o total: el destino final, final, ahora sí el
último, como en las películas de Destino final 1, 2, 3, 4,
5, y las que vengan después, que es final justo por la rotundidad que
tiene la muerte. Seguimos: puede ser personal, como en los ejemplos aducidos
hasta ahora, o colectivo o universal (postura cara a hegelianos y marxistas);
así, se habla del destino de una nación o de la humanidad. Otras modalidades se
podrían agregar seguramente a nuestra clasificación de hados, aunque por ahora
se me escapan.
Pues
bien, hecha esta taxonomía, podemos pasar a la problematización. La discusión
sobre la existencia o no del destino suele tomar la forma, como muchas otras
discusiones, de una balanza. Dos posturas: existe o no. Si existe, ¿cuál es su
naturaleza?, ¿de qué manera se manifiesta?, ¿es compatible con la libertad? Si
no existe: ¡Albricias! Somos libres y podemos hacer lo que queramos. Sin embargo…
¿y si el destino no es algo que se adopte o a lo que uno tenga que doblegarse,
sino algo que se invente? Esto puede entenderse de dos maneras. Expresiones
como “Soy forjador de mi propio destino” o “tú diriges tu propio destino”, en
principio, implican que el destino no existe y, más bien, se utiliza la palabra
como sinónimo de “camino de vida”, “flujo de acontecimientos en tu vida” o
ideas similares. La otra interpretación es que el destino es como una fuerza
magnética, que influye pero no obliga. Los humanos tenemos la prerrogativa de
la rebeldía y, sea cual fuere el destino que tengamos asignado, siempre
podremos modificarlo o apartarnos de él.
Mi
postura radica no en rechazar la idea de que existe un destino, o de que, si
existiese podríamos cambiarlo, sino en rechazar en bloque la dicotomía, quemar (o
derretir) la balanza. Y ahora va el porqué.
Si
bien una explicación de cómo es que ha llegado hasta nosotros la idea de
destino requeriría un rastreo histórico más allá de mis fuerzas intelectuales,
diré un poco sobre el papel que juega esta noción en nuestra vida y por qué
creo que es políticamente perniciosa en una sociedad meritocrática como la
nuestra. Aunque utilizamos la idea de destino como una explicación a priori,
es sólo a posteriori cuando adquiere todo su sentido. Alguien dice: “Me
gané el premio Nobel de Economía porque era mi destino.” Esta persona piensa
que ya estaba determinado que lo ganara, pero es sólo porque ya ha pasado, que
puede dar sentido a sus luchas, sus sinsabores, como escalones, todos dirigidos
hacia un objetivo augurado. Ya Schopenhauer decía que es sólo
retrospectivamente que nuestra vida se ve como una cadena de eslabones bien concatenados.
Así, el destino es un auxiliar narrativo para dar sentido a nuestra propia experiencia.
Pero puede pensarse, además, que es una forma de falsa modestia. Quien recurre
al destino como explicación de sus logros se descarga un poco de la
responsabilidad por sus propias acciones, aunque solapadamente se jacte de ser
beneficiario premium de las Moiras.
El
que, por el contrario, dice “Pese a mi destino, logré ganar el Premio Nobel”,
se haya en una situación ya descrita anteriormente: se adjudica a sí mismo todo
el mérito de sus logros; no se dejó doblegar por fuerzas superiores, sino que
ejerció su libertad plenamente. Pero las cosas no son todo blanco o negro.
Tanto el que dice “sigue tu destino”, como el que interpela “rebélate ante él”,
están haciendo juicios de valor implícitos. Para el primero, tu fracaso se debe
a que desoíste la voz (interior, exterior o de donde sea) que te debía dirigir
al éxito. Para el segundo, fuiste demasiado débil, pusilánime y te dejaste
arrastrar como camarón que se lo lleva la corriente. En ambos casos existen
actitudes de superioridad moral que deberíamos evitar, pues sólo revelan una
falta de empatía hacia las condiciones socioeconómicas, psicológicas y
emocionales de otras personas. Construir nuestra propia personalidad con base
en ideas de destino puede llevarnos a desolidarizarnos con otras personas para
quienes las condiciones externas o internas no han sido tan favorecedoras. Una
sociedad como la nuestra, basada en el mérito, consentirá la reproducción de
cualquier noción que permita construir narrativas como las anteriores, en donde
el éxito es una conquista individual y, por ende, también lo es el fracaso. Con esto no quiero decir que el concepto de
destino es una condición suficiente para crear una sociedad individualista,
porque seguramente habrá otro tipo de sociedades más comunitarias que también
lo utilicen. Mi punto es que la manera acrítica en que dicho concepto es asumido
por mucha gente, puede llegar justificar narrativas perniciosas.
Para
terminar, ya dije que puede concebirse el destino de manera colectiva. El resultado
de esto es más brutal de lo que parecería a primera vista, y por ello lo presentaré
casi silogísticamente. Suponiendo que existiese el destino de una nación, éste
habría de ser, no la suma de los destinos individuales, sino algo independiente
y superior, aunque es claro que el destino de algunos de estos individuos
podría ser parte constituyente o fundamentante del destino total de la nación (de
esta sugerencia proceden las teorías sobre las grandes personalidades, como la
de Carlyle, la cual, dicen algunos, fue utilizada por regímenes totalitarios como
sustento ideológico). Así, el Estado se vuelve una hipostasis, es decir, una
entidad distinta al conjunto de sus individuos, cuyo valor supera al de sus
componentes concretos. Está justificado, entonces, sacrificar y sacrificarse
–no sólo metafóricamente– en aras de un poder mayor y, en ocasiones, incomprensible.
Dios sive Estado (Dios o el Estado, ya no hay mucha diferencia). Saque
el lector las consecuencias de esto.
Para
terminar, me gustaría decir que no repruebo en sí misma la creencia en el destino,
en cualquier de las formas expuestas y aun en otras que no he logrado exponer. Sólo
quiero llamar la atención sobre cómo es que, si es adoptada de manera acrítica,
puede justificar fácilmente actitudes contrarias a la comprensión y solidaridad
comunitarias. Pero sólo Dios sabe por qué destina lo que desatina.